-Muerto el perro, se acabó la rabia.- Sentenció el teniente.
Haciendo gala de su agilidad, se encaramó en el cuerpo que tenía más cercano y fue de un lado a otro pisoteando los torsos ensangrentados, los brazos torcidos, las camisas agujereadas por los balazos. Los bototos del teniente se clavaron en las costillas de Uribe. Uribe dejó su cuerpo absolutamente lacio, como si colgara en el último vacío, y clavó los ojos yertos en la espalda perforada del Monito Lozano, tendido medio metro más allá, tratando de que su respiración fuera imperceptible.
-Tírenlos al mar.
Ninguna emoción en la voz. El teniente bajó de su improvisada tarima y arrastró los bototos sobre la tierra para limpiarles la suela. Los pelados habían empezado a tironear los cuerpos hacia la barranca, dejando profundos surcos impresos en el suelo. Aún desde su postura incómoda y retorcida, Uribe pudo notar que el hombre caído sobre su espalda emitía un débil estertor. El conscripto que en ese momento agarraba las piernas del agonizante hizo amago de detenerse, pero después de dudar un segundo, tiró de él. Con la nariz clavada en la tierra, más que oír, Uribe presintió la llegada del moribundo al borde, el último empujón y los tumbos del cuerpo en la ladera del cerro. Otros bultos chapoteaban en las olas. Aguzó el oído tratando de adivinar cuántos habrían caído.
Un tirón brutal de su brazo izquierdo lo puso en movimiento. Como monigote destartalado, Uribe reptó bajó el sol jalado por un conscripto anónimo. Uno, dos, tres, cuatro segundos. Aprovechaba los bandazos para respirar. Repentinamente, su brazo quedó libre y cayó como peso muerto; las aristas de una piedra lo hirieron en el codo. Con la mejilla ensangrentada por la aspereza del terreno, aguantó la respiración. A través del sol inclemente, percibió la humedad salobre proveniente de la playa. Ahora, el conscripto le encajaba las manos en las costillas, pero no podía moverlo.
-P'tas el huevón pesa'o.
Lo pateó hasta la orilla. Una cuchillada de luz le advirtió que estaba de cara al sol. Una patada más, otra. Resolana y sombra. La última lo empujó sobre la escarpa y mientras caía girando en el vacío, con la boca muda abierta a la nada, Uribe no pudo pensar en otra cosa que la espalda agujereada del Monito Lozano y la muerte que los aguardaba a ambos allá abajo, apenas a tres kilómetros de la carretera panamericana.
Cada vez que se encuentra con el secretario general, Uribe no puede sino sorprenderse por la vocecilla meliflua y feminoide que los años de bonanza han impreso en sus cuerdas vocales. Cuando lo mira de frente, le parece estar viendo el bigotazo que antes le decoraba el labio superior, sacrificado en aras de una hipotética imagen juvenil. ¿Qué edad tendrá el secretario, cincuenta y seis, cincuenta y ocho? Hace largo tiempo que sólo verlo le disgusta. "El seis de octubre se canoniza al beato José María" comenta el secretario general. Las palabras, como cancioncilla barata, se quedan pegadas en su cerebro por más que trate de erradicarlas. "El tour del beato José María..." Todos vamos a ser santos, porque si ese huevón puede ser santo, nosotros también. Poca gente en el ampliado. En posición preferencial, divisa a la cúpula partidaria y un puñado de pelagatos acosándoles con zalemas y sonrisas. "Se espera que llegue Su Excelencia"... Las mujeres se apuestan en la entrada como calcetineras a la caza de autógrafos. "Que llega Su Excelencia"; el secretario general del partido intercambia sonrisas con algunos parlamentarios, que se acaban de bajar de sus autos con chófer. "Estamos a la espera", se ufana el secretario general, pero claro, eso es exactamente lo mismo que se ha dicho durante los últimos tres años, veinticuatro horas antes de que la Secretaría General de Gobierno comunique a la prensa que Su Excelencia es el presidente de todos, servidor de la Patria y no de algún partido en particular.
Bajo su cuerpo, la superficie del mar se fractura con un restallido. Un metro, dos, tres. Ha olvidado cerrar la boca y el agua le entra a borbotones. Se ahoga. Reacciona, se hunde profundamente y la cierra por instinto. La temperatura más baja despierta las heridas. Todo su cuerpo arde y los ojos se le ciegan. Aguanta la respiración y la tos producida por la sal. Por sobre el bramido del oleaje, una veintena de trallazos rasga la superficie del mar. Las balas se entrecruzan a su alrededor. Seguramente notaron las burbujas producidas por el moribundo y ametrallan las olas. Más despierto que nunca, Uribe bucea hacia el sur sumergiéndose con rapidez.
Desesperado por la asfixia, sale a respirar escondido entre las rocas y las matas de huiro. Allá en la costa, los conscriptos se entretienen disparando a los jotes y las gaviotas que se abalanzan sobre los cuerpos que todavía flotan. Esconde la cabeza entre las algas. Está exhausto; nota que ha seguido respirando a medias para no ser percibido. "Qué idiota". Respira hondo, tragando agua, sal, mocos y sangre. Las ametralladoras callan; se escuchan algunos gritos ahogados por el viento, órdenes, el motor del camión se enciende. Mientras se aleja, los conscriptos entonan un canto con ritmo de marcha. Las primeras gaviotas, tímidas, regresan y practican picados sobre los cuerpos que van de un lado a otro encallándose en las rocas, derivando hacia las rompientes, paseando su indiferencia antes de hundirse del todo. Chillan, picotean. Los jotes graznan su derecho a pernada. El agua corre tibia por su cara. Comprende que está llorando.
Los ojos de Uribe se detienen en el presidente reelegido por consenso, de pie en la testera practicando sus mejores sonrisas para los chicos de la prensa. Alguien ha tenido el mal gusto de poner una grabación de la Internacional y el secretario general, descompuesto, emite agrias órdenes para que se le desconecte a la brevedad. La plana mayor del partido, toda ella extraída directamente de los cuadros selectos del exilio europeo, intercambia abrazos y sobadas de espalda. Se respira satisfacción. Ternos de casimir a la medida, camisas de popelina, inglesas o italianas. "Europa refina", piensa. Cuesta imaginar al presidente, treinta años menos, bluejeans desteñidos, chaleco chilote. ¿De dónde habrá sacado el Rolex que ojea cada cinco minutos? Un buen número de militantes sin importancia se arremolina a su alrededor para felicitarlo y reiterarle que nunca dejaron de creer en el triunfo. "Es el triunfo del consenso", una vez más, el manido discurso del diputado Elorriaga; como que respira más tranquilo el diputado, seguramente este triunfo le asegura el cupo parlamentario que su reciente desaparición de las pantallas televisivas había puesto en entredicho.
Vencidos en toda la línea. Derrotados, aplastados, pateados, eliminados. Amparado en la oscuridad, Uribe se arrastra hacia la playa y se agazapa en ella sin aliento. Su pierna ya no sangra, pero ha adquirido una incómoda condición de lastre. Tampoco puede mover el brazo derecho. Al ponerse de pie, descubre aterrorizado el crujido de la conchuela bajo sus pasos. Se detiene y se saca los zapatos empapados, los anuda entre sí y se los cuelga del cuello. Los caracoles muertos se le incrustan en los pies. "Padre nuestro", se escucha musitar, "que estás en los cielos...que estás en los cielos..." ¿y si Dios se diera cuenta de que ha olvidado el resto? El Monito Lozano, ¿se sabría el Padrenuestro? Tan católico el Monito, encomendándose a Dios delante del pelotón, cayendo de rodillas frente a los pelados, que lo miraban sin ver mientras apretaban el arma contra sus costillas y barrían el grupo como si se tratara de patitos de feria. Ni tan cuidadosos los milicos. "Todavía respiro, todavía camino. ¡Derrotado, pero no muerto, mierda, y con toda la rabia del mundo!"
El diputado Camacho, que intentó hasta último momento una candidatura alternativa a la presidencia del partido, ofrece su diestra al presidente reelecto. Sonrisa largamente ensayada, mirada ausente. "Logré mi cometido, expresa, la verdadera triunfadora es la democracia". Apenas el diputado se retira, el secretario general explica a la prensa que la democracia nunca ha estado en juego al interior del partido. "No hay que olvidar que nosotros luchamos para que el país pudiera elegir a sus representantes", remata frente a una muralla de micrófonos. Los cuadros juveniles ingresan en masa..."la alegría ya vieeene..." Desafinan. Uribe soporta a duras penas el aire enrarecido por el tabaco. "Café y galletas en la primera sala. Café y galletas..." Un tercio de la militancia se desplaza hacia allá. También a él lo seduce el aroma. No le vendría mal un café, siempre será más soportable que las imbecilidades del secretario general. Al otro lado de la sala, alcaldes de las comunas populares arrinconan al presidente reelecto para recordar con lujo de detalles su activa participación en la campaña. "Esta vez sí llegó Su Excelencia". Nerviosismo. Todas las miradas se dirigen a la entrada para observar la llegada del senador Machuca. Caluroso aplauso. El senador saluda con la izquierda en alto y casi al mismo tiempo rechaza un vaso plástico de café. "Cómo se les ocurre..." el secretario general exige una taza. "De té", acota el senador, palmoteando con su derecha el hombro del secretario general.
El sol cae de plano sobre la pampa. Los jotes sobrevuelan diez metros por encima de su cabeza. Quizás las gaviotas no dejaron suficiente. El Monito, por ejemplo, esmirriado y nervioso como era, poco puede haber aportado. Él mismo habría sido el primero en reírse de ello. El fuego que emana de la tierra resecó los zapatos, que se han apretado y le llagan los pies. La imagen del Monito, cayendo de rodillas con la boca abierta, viene y va en sucesivas oleadas. ¿Cuántos habrán sido, doce, quince? ¿Hubo alguna razón para que terminaran al pie de la barranca? "El Monito Lozano murió porque nos atrevimos a meter la mano en el bolsillo de los ricos". Aquí no corre la ley, ni siquiera la del Talión: siempre se paga con la cabeza. También Uribe cae de rodillas, las piedras se le clavan implacables. El llanto lo agarra de golpe y lo estremece una y otra vez, siempre en silencio. Se cubre la cara con las manos. "Tengo miedo, no puedo hacer ruido". Textiles: cincuenta muertos, pesqueras: quince, cervecerías unidas: dieciocho, universidades... "¿Cuántos Monitos habrán pagado con su vida estas últimas dos semanas?" No soporta el dolor en las rodillas, muerde el polvo; el llanto y la saliva dibujan un círculo debajo de sus ojos. Bando número treinta: las siguientes personas deben presentarse en la unidad militar más próxima a su domicilio...Uribe se muerde los labios hasta sentir el dulzor de la sangre. "Todos murieron porque nos atrevimos a meter la mano en el bolsillo de los ricos... pero no nos atrevimos a levantar un arma contra ellos."
El tercer discurso se estira insoportable al filo de los veinte minutos. ..."creceremos con igualdad..." Necesita aire ..."en el umbral del tercer milenio..." Un ligero alboroto en la puerta resucita la esperanza en la llegada de Su Excelencia; alguien ha divisado la escolta presidencial..."sin perder de vista los ideales de siempre." El senador Navarro hace su ingreso en la sala; por unos segundos, el orador titubea. Algunos, pocos, aplausos tentativos. "Las bases del partido han cumplido una vez más". Uribe se escurre hacia los jardines sin que nadie parezca notarlo. "Última vez que trabajo por estos huevones", se miente casi por costumbre. "Al menos, le cerramos la puerta al payaso de la derecha", se consuela. Reporteros aburridos rebotan de puntillas en la escalinata para combatir la helada de junio. Uribe atraviesa los jardines del viejo Congreso esquivando los charcos y sale a la calle, ignorado por los pacos que dormitan la guardia y la multitud de inmigrantes peruanos que se arracima a los pies de la Catedral. "¿...Y a nuestros payasos, qué...?" Se interpela rabioso. Uno que otro microbús vacío circula hacia Independencia por la calle Bandera.
Un par de cuadras más allá, apoyado en las rejas del Templo de Santo Domingo, el mendigo que exhibe los restos de su pie izquierdo lo espera con la mano ya extendida. Él saca una moneda del bolsillo, el viejo canturrea con voz monocorde:
-Traaatannndo de conseguir una moneda para pagar la hospedería.
Haciendo gala de su agilidad, se encaramó en el cuerpo que tenía más cercano y fue de un lado a otro pisoteando los torsos ensangrentados, los brazos torcidos, las camisas agujereadas por los balazos. Los bototos del teniente se clavaron en las costillas de Uribe. Uribe dejó su cuerpo absolutamente lacio, como si colgara en el último vacío, y clavó los ojos yertos en la espalda perforada del Monito Lozano, tendido medio metro más allá, tratando de que su respiración fuera imperceptible.
-Tírenlos al mar.
Ninguna emoción en la voz. El teniente bajó de su improvisada tarima y arrastró los bototos sobre la tierra para limpiarles la suela. Los pelados habían empezado a tironear los cuerpos hacia la barranca, dejando profundos surcos impresos en el suelo. Aún desde su postura incómoda y retorcida, Uribe pudo notar que el hombre caído sobre su espalda emitía un débil estertor. El conscripto que en ese momento agarraba las piernas del agonizante hizo amago de detenerse, pero después de dudar un segundo, tiró de él. Con la nariz clavada en la tierra, más que oír, Uribe presintió la llegada del moribundo al borde, el último empujón y los tumbos del cuerpo en la ladera del cerro. Otros bultos chapoteaban en las olas. Aguzó el oído tratando de adivinar cuántos habrían caído.
Un tirón brutal de su brazo izquierdo lo puso en movimiento. Como monigote destartalado, Uribe reptó bajó el sol jalado por un conscripto anónimo. Uno, dos, tres, cuatro segundos. Aprovechaba los bandazos para respirar. Repentinamente, su brazo quedó libre y cayó como peso muerto; las aristas de una piedra lo hirieron en el codo. Con la mejilla ensangrentada por la aspereza del terreno, aguantó la respiración. A través del sol inclemente, percibió la humedad salobre proveniente de la playa. Ahora, el conscripto le encajaba las manos en las costillas, pero no podía moverlo.
-P'tas el huevón pesa'o.
Lo pateó hasta la orilla. Una cuchillada de luz le advirtió que estaba de cara al sol. Una patada más, otra. Resolana y sombra. La última lo empujó sobre la escarpa y mientras caía girando en el vacío, con la boca muda abierta a la nada, Uribe no pudo pensar en otra cosa que la espalda agujereada del Monito Lozano y la muerte que los aguardaba a ambos allá abajo, apenas a tres kilómetros de la carretera panamericana.
Cada vez que se encuentra con el secretario general, Uribe no puede sino sorprenderse por la vocecilla meliflua y feminoide que los años de bonanza han impreso en sus cuerdas vocales. Cuando lo mira de frente, le parece estar viendo el bigotazo que antes le decoraba el labio superior, sacrificado en aras de una hipotética imagen juvenil. ¿Qué edad tendrá el secretario, cincuenta y seis, cincuenta y ocho? Hace largo tiempo que sólo verlo le disgusta. "El seis de octubre se canoniza al beato José María" comenta el secretario general. Las palabras, como cancioncilla barata, se quedan pegadas en su cerebro por más que trate de erradicarlas. "El tour del beato José María..." Todos vamos a ser santos, porque si ese huevón puede ser santo, nosotros también. Poca gente en el ampliado. En posición preferencial, divisa a la cúpula partidaria y un puñado de pelagatos acosándoles con zalemas y sonrisas. "Se espera que llegue Su Excelencia"... Las mujeres se apuestan en la entrada como calcetineras a la caza de autógrafos. "Que llega Su Excelencia"; el secretario general del partido intercambia sonrisas con algunos parlamentarios, que se acaban de bajar de sus autos con chófer. "Estamos a la espera", se ufana el secretario general, pero claro, eso es exactamente lo mismo que se ha dicho durante los últimos tres años, veinticuatro horas antes de que la Secretaría General de Gobierno comunique a la prensa que Su Excelencia es el presidente de todos, servidor de la Patria y no de algún partido en particular.
Bajo su cuerpo, la superficie del mar se fractura con un restallido. Un metro, dos, tres. Ha olvidado cerrar la boca y el agua le entra a borbotones. Se ahoga. Reacciona, se hunde profundamente y la cierra por instinto. La temperatura más baja despierta las heridas. Todo su cuerpo arde y los ojos se le ciegan. Aguanta la respiración y la tos producida por la sal. Por sobre el bramido del oleaje, una veintena de trallazos rasga la superficie del mar. Las balas se entrecruzan a su alrededor. Seguramente notaron las burbujas producidas por el moribundo y ametrallan las olas. Más despierto que nunca, Uribe bucea hacia el sur sumergiéndose con rapidez.
Desesperado por la asfixia, sale a respirar escondido entre las rocas y las matas de huiro. Allá en la costa, los conscriptos se entretienen disparando a los jotes y las gaviotas que se abalanzan sobre los cuerpos que todavía flotan. Esconde la cabeza entre las algas. Está exhausto; nota que ha seguido respirando a medias para no ser percibido. "Qué idiota". Respira hondo, tragando agua, sal, mocos y sangre. Las ametralladoras callan; se escuchan algunos gritos ahogados por el viento, órdenes, el motor del camión se enciende. Mientras se aleja, los conscriptos entonan un canto con ritmo de marcha. Las primeras gaviotas, tímidas, regresan y practican picados sobre los cuerpos que van de un lado a otro encallándose en las rocas, derivando hacia las rompientes, paseando su indiferencia antes de hundirse del todo. Chillan, picotean. Los jotes graznan su derecho a pernada. El agua corre tibia por su cara. Comprende que está llorando.
Los ojos de Uribe se detienen en el presidente reelegido por consenso, de pie en la testera practicando sus mejores sonrisas para los chicos de la prensa. Alguien ha tenido el mal gusto de poner una grabación de la Internacional y el secretario general, descompuesto, emite agrias órdenes para que se le desconecte a la brevedad. La plana mayor del partido, toda ella extraída directamente de los cuadros selectos del exilio europeo, intercambia abrazos y sobadas de espalda. Se respira satisfacción. Ternos de casimir a la medida, camisas de popelina, inglesas o italianas. "Europa refina", piensa. Cuesta imaginar al presidente, treinta años menos, bluejeans desteñidos, chaleco chilote. ¿De dónde habrá sacado el Rolex que ojea cada cinco minutos? Un buen número de militantes sin importancia se arremolina a su alrededor para felicitarlo y reiterarle que nunca dejaron de creer en el triunfo. "Es el triunfo del consenso", una vez más, el manido discurso del diputado Elorriaga; como que respira más tranquilo el diputado, seguramente este triunfo le asegura el cupo parlamentario que su reciente desaparición de las pantallas televisivas había puesto en entredicho.
Vencidos en toda la línea. Derrotados, aplastados, pateados, eliminados. Amparado en la oscuridad, Uribe se arrastra hacia la playa y se agazapa en ella sin aliento. Su pierna ya no sangra, pero ha adquirido una incómoda condición de lastre. Tampoco puede mover el brazo derecho. Al ponerse de pie, descubre aterrorizado el crujido de la conchuela bajo sus pasos. Se detiene y se saca los zapatos empapados, los anuda entre sí y se los cuelga del cuello. Los caracoles muertos se le incrustan en los pies. "Padre nuestro", se escucha musitar, "que estás en los cielos...que estás en los cielos..." ¿y si Dios se diera cuenta de que ha olvidado el resto? El Monito Lozano, ¿se sabría el Padrenuestro? Tan católico el Monito, encomendándose a Dios delante del pelotón, cayendo de rodillas frente a los pelados, que lo miraban sin ver mientras apretaban el arma contra sus costillas y barrían el grupo como si se tratara de patitos de feria. Ni tan cuidadosos los milicos. "Todavía respiro, todavía camino. ¡Derrotado, pero no muerto, mierda, y con toda la rabia del mundo!"
El diputado Camacho, que intentó hasta último momento una candidatura alternativa a la presidencia del partido, ofrece su diestra al presidente reelecto. Sonrisa largamente ensayada, mirada ausente. "Logré mi cometido, expresa, la verdadera triunfadora es la democracia". Apenas el diputado se retira, el secretario general explica a la prensa que la democracia nunca ha estado en juego al interior del partido. "No hay que olvidar que nosotros luchamos para que el país pudiera elegir a sus representantes", remata frente a una muralla de micrófonos. Los cuadros juveniles ingresan en masa..."la alegría ya vieeene..." Desafinan. Uribe soporta a duras penas el aire enrarecido por el tabaco. "Café y galletas en la primera sala. Café y galletas..." Un tercio de la militancia se desplaza hacia allá. También a él lo seduce el aroma. No le vendría mal un café, siempre será más soportable que las imbecilidades del secretario general. Al otro lado de la sala, alcaldes de las comunas populares arrinconan al presidente reelecto para recordar con lujo de detalles su activa participación en la campaña. "Esta vez sí llegó Su Excelencia". Nerviosismo. Todas las miradas se dirigen a la entrada para observar la llegada del senador Machuca. Caluroso aplauso. El senador saluda con la izquierda en alto y casi al mismo tiempo rechaza un vaso plástico de café. "Cómo se les ocurre..." el secretario general exige una taza. "De té", acota el senador, palmoteando con su derecha el hombro del secretario general.
El sol cae de plano sobre la pampa. Los jotes sobrevuelan diez metros por encima de su cabeza. Quizás las gaviotas no dejaron suficiente. El Monito, por ejemplo, esmirriado y nervioso como era, poco puede haber aportado. Él mismo habría sido el primero en reírse de ello. El fuego que emana de la tierra resecó los zapatos, que se han apretado y le llagan los pies. La imagen del Monito, cayendo de rodillas con la boca abierta, viene y va en sucesivas oleadas. ¿Cuántos habrán sido, doce, quince? ¿Hubo alguna razón para que terminaran al pie de la barranca? "El Monito Lozano murió porque nos atrevimos a meter la mano en el bolsillo de los ricos". Aquí no corre la ley, ni siquiera la del Talión: siempre se paga con la cabeza. También Uribe cae de rodillas, las piedras se le clavan implacables. El llanto lo agarra de golpe y lo estremece una y otra vez, siempre en silencio. Se cubre la cara con las manos. "Tengo miedo, no puedo hacer ruido". Textiles: cincuenta muertos, pesqueras: quince, cervecerías unidas: dieciocho, universidades... "¿Cuántos Monitos habrán pagado con su vida estas últimas dos semanas?" No soporta el dolor en las rodillas, muerde el polvo; el llanto y la saliva dibujan un círculo debajo de sus ojos. Bando número treinta: las siguientes personas deben presentarse en la unidad militar más próxima a su domicilio...Uribe se muerde los labios hasta sentir el dulzor de la sangre. "Todos murieron porque nos atrevimos a meter la mano en el bolsillo de los ricos... pero no nos atrevimos a levantar un arma contra ellos."
El tercer discurso se estira insoportable al filo de los veinte minutos. ..."creceremos con igualdad..." Necesita aire ..."en el umbral del tercer milenio..." Un ligero alboroto en la puerta resucita la esperanza en la llegada de Su Excelencia; alguien ha divisado la escolta presidencial..."sin perder de vista los ideales de siempre." El senador Navarro hace su ingreso en la sala; por unos segundos, el orador titubea. Algunos, pocos, aplausos tentativos. "Las bases del partido han cumplido una vez más". Uribe se escurre hacia los jardines sin que nadie parezca notarlo. "Última vez que trabajo por estos huevones", se miente casi por costumbre. "Al menos, le cerramos la puerta al payaso de la derecha", se consuela. Reporteros aburridos rebotan de puntillas en la escalinata para combatir la helada de junio. Uribe atraviesa los jardines del viejo Congreso esquivando los charcos y sale a la calle, ignorado por los pacos que dormitan la guardia y la multitud de inmigrantes peruanos que se arracima a los pies de la Catedral. "¿...Y a nuestros payasos, qué...?" Se interpela rabioso. Uno que otro microbús vacío circula hacia Independencia por la calle Bandera.
Un par de cuadras más allá, apoyado en las rejas del Templo de Santo Domingo, el mendigo que exhibe los restos de su pie izquierdo lo espera con la mano ya extendida. Él saca una moneda del bolsillo, el viejo canturrea con voz monocorde:
-Traaatannndo de conseguir una moneda para pagar la hospedería.
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