La Gringa siempre tuvo todos los atributos para ser la prima mayor favorita de cualquier niño. Deslumbrante, exótica y coqueta; narradora infatigable de las más insólitas historias, viajera sempiterna que en las ocasiones más inesperadas arribaba al aeropuerto cargada de regalos y sonrisas, desde cualquier punto del globo.
Yo tenía unos cinco años la primera vez que la Gringa regresó de Estados Unidos y tuve el honor de integrar la comitiva de recepción; recuerdo con claridad a mi padre enfundado en su terno de las grandes ocasiones, mi madre de guantes y sombrero y mi hermano y yo, peinados a la gomina e incómodamente decorados con una pajarita de seda carmesí.
La Gringa descendió del avión encaramada en unos interminables tacones de charol rojo que proporcionaban tintes sangrientos a sus pies alabastrinos. El mismísimo piloto la escoltó hasta donde la aguardaba su afortunada familia nortina, lamentando a ojos vista la ausencia de una capa que impidiera a esos lindos piececitos pisar tan bastardo suelo. La piel de la Gringa, blanca y sonrosada, parecía relucir enmarcada por otro de aquellos vestidos de color pastel que coleccionaba por docenas y la larga cabellera crespa era un nido de serpientes amarillas apenas atrapadas por su sombrero florido.
Ella aceptó su adoración como si se tratara de uno más de los pequeños inconvenientes que la belleza endilga a las gentiles damiselas que la padecen y se nos echó encima a punta de besos y abrazos que imprimieron corazones de lápiz labial en nuestras frentes infantiles. Una nube de perfume francés nos arrebató el sentido común y el aburrimiento como por arte de magia; regresamos a casa en un taxi que tenía el baúl rebosante de maletas, paquetes y bolsos.
- Dejen tranquila a la pobre Millicent.- Decía mamá.
Pero dejar tranquila a la prima Millicent era lo último que queríamos. Olía tan deliciosamente la Gringa; a algodón de azúcar, cuero flamante y botones de rosa, a seda de la China y especias de Madagascar. Nosotros queríamos absorberlo todo: el oro delicado de sus pecas, el piquet almidonado de su chaqueta, la albura primigenia de sus guantes y la cremosa frescura de sus aros de perlas. La Gringa estaba en su salsa, los admiradores, cualquiera fuese su edad, eran su especialidad.
- No te preocupes, tía Silvia, si son tan amorosos.- Y su risa volaba por el aire con reminiscencias de plata y cristal, deleitando nuestros oídos.
Cuando llegamos a casa asaltamos su maleta con el ansia que sólo dos hermanos de cinco y cuatro años pueden hacerlo. Mi madre se extasiaba con la infinita variedad de poleras y pantaloncillos cortos que la Gringa nos trajese de Miami; Peter y yo abrazábamos con ansias el avión de pasajeros y el gran tren a cuerda de relucientes colores con que la prima Millicent acababa de comprar nuestra lealtad eterna y le dábamos el bajo a cuanto chocolate cayese en nuestras manos. La Gringa pasó la tarde probándose sus nuevos vestidos y modelando para nosotros la última moda de Londres y New York, desfilando por el medio del salón con porte de reina y sandalias de tiritas multicolores. La familia entera caía rendida a sus pies cada vez que la Gringa giraba arremolinando los infinitos pliegues de encaje de su enagua can-can.
Poco antes de marcharse, la Gringa nos invitó a conocer el Club de Yates.
- No hay mejor lugar para nadar.- Nos aseguró.
Y cuando nosotros estuvimos listos con nuestras tenidas de verano, la Gringa apareció ataviada con una blusa de escote histórico y un minúsculo y atrevido short color verdemar; le dernier cri en Miami Beach, nos aseguró atando las cintas del sombrero bajo su barbilla de porcelana, bien empinada en sus sandalias doradas.
Caminamos lentamente bajo la abrasadora luz de enero por la calle principal, hasta llegar a la plaza. El sol achicharraba las baldosas desteñidas por la sal y las bouganvillias gritaban su esplendor descolgándose de las jardineras; media docena de jotes dormía la siesta encaramada en las copas de las palmeras sedientas. La prima Millicent atravesaba lentamente la plaza, que se despabilaba estupefacta de su modorra para disfrutar el meneo de sirena de sus caderas y la música incitante de sus tacones sobre las losas. Los taxistas que se aburrían en espera de que la ciudad despertara de la siesta giraron en ciento ochenta grados, marionetas de carne y hueso jaladas por una mano invisible; dos jubilados, que aburridos chismorreaban a la sombra de la glorieta, enmudecieron como la imagen repentinamente congelada por una máquina fotográfica de cajón y el lustrabotas inválido quedó con la lengua suspendida en el aire mientras el barquillo de helado que tenía en su mano derecha se derretía lentamente sobre sus rodillas. Peter y yo, apabullados, íbamos tras los pasos de esa diosa mítica, desmesurada y felina, de caderas cimbrantes como puente en el vacío. Su voz nos llegaba desde el inalcanzable Olimpo de sus ciento setenta y cinco centímetros de carne tersa y rozagante y cuando alzábamos los ojos deslumbrados caíamos extasiados ante la nariz perlada de diminutas gotas de sudor y la piel perfumada de nardos y rosas.
La Gringa continuó su camino exhibiendo sus veinticinco años de curvas sonrosadas; nosotros, tratando ingenuamente de pasar inadvertidos a los ojos asombrados que escoltaron nuestro recorrido. No hubo hombre que no se diese vuelta a mirarla con la boca abierta; la prima Millicent sonreía dichosa y seguía su paseo triunfal; pisoteando sin piedad el ego de las mujeres escandalizadas por su pantaloncillo y el reguero de baba que dejaban los hombres, sin reparar siquiera en los comentarios levantados por su paseo.
Casi entrando en el puerto, un vehículo naval frenó violentamente para cedernos el paso, tras él, un chirrido de frenos delató la presencia de otro que había estado a punto de incrustársele en el parachoques trasero. Cruzamos la calle entre un coro de silbidos y piropos que hubieran dejado apabullada hasta a la Sarita Montiel; la Gringa como si nada; los suspiros resbalaban sobre ella en tanto continuábamos nuestro recorrido por el malecón.
La sede del Club de Yates emergía pacíficamente sobre la bahía cuando llegamos al embarcadero. La nuestra era una ciudad de tercera categoría; una media docena de embarcaciones languidecía, a lo más, en la aburrida faena de cargar salitre y los tres yates del club dormitaban su siesta eterna amarrados de los pilotes oxidados. La Gringa se plantó en el muelle y agitó su pañuelo multicolor. No habían pasado dos segundos y ya el bote que se encargaba de trasladar a los socios hasta la casa flotante había soltado sus amarras para venir a nuestro encuentro. Gómez, un campeón de natación retirado que fungía de cuidador, remaba orgullosamente exhibiendo los bíceps tostados por el sol tropical y una sonrisa de anuncio comercial. El suave vientecillo de la tarde venía desde mar adentro rizando la superficie esmeralda de las aguas y refrescando nuestra piel castigada por el sol. Pocos minutos después, el bote de Gómez atracaba ante la escalerilla.
- Buenas tardes, señorita.- Dijo Gómez.- En qué puedo servirla.
- Lléveme al Club.- Ordenó la gringa metiéndose en el bote como una maharani en su propio palanquín. Nosotros la seguimos como una sombra.
- Pero, ¿ es usted socia, señorita? - preguntó Gómez con pesarosa amabilidad.
-¿Socia, yo? ¿Acaso no sabe usted que está hablando con Millicent McIntosh? - Repuso ella con indignación. - ¡Mi tío fundó este Club! ¡Habráse visto insolencia!
Y poniendo de esta manera a Gómez en su lugar se sentó con aires de reina ofendida y no volvió a dirigirle la palabra hasta que éste la dejó ante la plataforma del club. Entonces, con gentil displicencia, extendió su mano para que alguno de los socios la ayudase a bajar y alargó el metro y veinte de su pierna derecha dejando boquiabierto a todo el público masculino. Media docena de caballeros se atropelló para acudir en su auxilio y la escoltó por el club mostrándole todos sus rincones; los yates y sus velámenes, los salvavidas, la yola con que ganaran el campeonato de remo del año 48 y el mesón cubierto de delicias que aguardaba la hora del té. Dimos nuestra vuelta olímpica entre las miradas furibundas de algunas damas devoradas por la envidia, que afilaban sus uñas a la espera de volver a encontrarse cara a cara con sus mariditos en la soledad de sus hogares.
No hubo caballero que no estuviese de acuerdo con la filosofía de la prima Millicent: ¡Qué honor, recibir a la sobrina del augusto fundador! ¡Qué suerte, contar con tan encantadora visita! ¡Lástima grande que no los hubiese visitado antes!
La prima Millicent les concedía el privilegio de atenderla mientras les ponía al tanto de la triste muerte del tío Edward -hermano mayor de nuestros padres- en la primera guerra mundial; motivo, evidentemente, de su prolongada ausencia. Los socios manifestaban aparatosamente su pesar por los hechos ocurridos apenas cuarenta años atrás y hacían planes para gestionar el reemplazo del inestimable fundador por su adorable sobrina en cuánto ella lo considerase conveniente. Mi hermano y yo, olvidados en un rincón, nos atiborrábamos con las fuentes de pastelillos y canapés que languidecían olvidados sobre la mesa.
El inolvidable paseo al Club cerró gloriosamente su gira por las tierras ancestrales. A la Gringa no se la veía muy a menudo. Entre que partía para New York o regresaba de Europa coincidimos un verano en la casa de sus padres; un hermoso chalet inglés sito a la entrada de Agua Santa que el tío Charlie comprase cuando dejó el trabajo en las salitreras. Mi hermano y yo comprobamos con tristeza que ya no resultábamos parte indispensable de su cortejo; la prima Millicent pasaba ahora gran parte del día ante el espejo para estar en condiciones de recibir a su flamante novio; el gerente inglés de la Colgate que se apeaba de su Oldsmobile último modelo para agredirnos con su metro noventa de músculos coronados por una cabeza de dios griego de rubios cabellos. A veces nos llevaban a pasear por la Avenida Perú y Millicent se colgaba coquetamente del brazo de Graham para disfrutar con las miradas envidiosas de cuánta fémina se cruzase con ellos.
Contra todo lo esperado, el romance no prosperó. Graham regresó a Inglaterra y al poco tiempo la Gringa lo reemplazó con otro inglés que agregaba a su curriculum su eficiencia en besar el suelo que ella pisaba. Alto, buenmozo, pero algo desgarbado, Alistair era un intelectual amante de la vida al aire libre y las excursiones. La Gringa solía quejarse amargamente de su manía de recorrer el litoral o agotarse escalando la cordillera; actividades ambas que, por desgracia, solían efectuarse sin público alguno que apreciase el tremendo esfuerzo que ella desplegaba para seguir las zancadas de setenta centímetros de su ferviente enamorado. Además, era un hecho que la prima Millicent no había nacido para las zapatillas de lona y los pantalones; lo suyo, bien lo sabíamos nosotros, estaba en los trajes de shantung y las sandalias de cuero italiano. Nada de morrales mientras existiesen las carteras, las pulseras de oro y los collares de perlas.
Hombre perceptivo, al fin, Alistair terminó por notar lo muy abajo que figuraba en las expectativas de nuestra prima y se adaptó durante un buen tiempo a las chaquetas de buen corte, las corbatas de seda y los cócteles en el casino. La Gringa trató incluso de enseñarle bridge, pero él prefería adorarla desde lejos mientras ella jugaba sus triunfos sin dignarse mirarlo. Pero Alistair no se resignaba a olvidar sus antiguos placeres y muy a menudo prefería esconderse en el escritorio del tío Charlie para hojear viejos libros sobre exploradores y aventureros con una mirada de nostalgia. Comprendimos que estaba perdido el día que apareció a buscarla para una excursión por La Campana; la Gringa lo miró fríamente y le dijo sin asomo de compasión:
- Lo siento, Alistair, hoy juego canasta donde la Bonny Rawlings.
Y se pasó la tarde pintándose las uñas y mordisqueando los chocolates suizos que un ingeniero norteamericano le había traído en su última pasada por Viña del Mar.
Después de la muerte del tío Charlie, las relaciones entre nuestras familias se enfriaron ostensiblemente. De vez en cuando sabíamos, por otros parientes, que la Gringa se había ido definitivamente a New York, donde trabajaba como secretaria del embajador argentino ganando un sueldazo que le permitía vacaciones en Europa todos los veranos. Más o menos cada dos años, anunciaba matrimonio con algún anglosajón de billetera bien provista, pero por una u otra razón dichos noviazgos se iban apagando hasta deshacerse del todo, a pesar de que la prima Millicent seguía tan deslumbrante y exótica como a los veinte.
Después de años de distanciamiento, la volví a ver cuando ya había doblado la trágica cifra del medio siglo; no puedo negarlo, la Gringa se veía exactamente igual que antes: estupenda, elegante, segura de sí, avasalladora y regia. Lo único malo es que seguía hablando hasta por los codos, tal y como lo hacía cuando yo tenía cinco años. De alguna manera supo que yo trabajaba en una compañía norteamericana y de vez en cuando aparecía buscando a su primito y ponía la oficina de cabeza hasta dar conmigo. Se había jubilado prematuramente a causa de la vejez de su madre y vivía de las rentas proporcionadas por un par de departamentos comprados con el dinero que le quedó después de dar la vuelta al mundo. Al menos, la plata le alcanzaba justo para viajar cada seis meses al país del norte, requisito esencial para no perder la ciudadanía; pero la Gringa penaba por Europa, que se le había puesto tan inalcanzable después de que el dólar se arrancase hasta las nubes el año 82.
Y no volví a verla hasta que a los españoles se les ocurrió poner orden de detención sobre el general y a la televisión le dio por volverse loca mostrando las manifestaciones a favor del susodicho; yo solía entretenerme viendo, entre una que otra gorda de población, a las viejas estiradas que les pagaban el pasaje. Free, free, free Pinochet, gritaban las manifestantes y los bobbies miraban para otro lado con cara de aburridos mientras los periodistas enviados por la tevé nacional chapurreaban preguntas básicas en su inglés de colegiales y asustaban a los espectadores augurando las penas del infierno si el caballero tenía la ocurrencia de despacharse en el extranjero.
Y en eso, en medio de un travelling sobre los rostros vociferantes de las dulces ancianitas, la cámara resbaló distraídamente sobre las facciones de la prima Millicent y, con el favor de Dios y la televisión satelital, su imagen apareció en medio de mi dormitorio a eso de las once con treinta ante meridiano de un día soleado de setiembre.
La prima Millicent se había quedado algo a trasmano; después de todo, pensé, esas ordinarieces no iban para nada con su carácter, por muy derechista que fuera. Por primera vez en mi vida tenía la ocasión de ver a la Gringa tratando de pasar inadvertida; el tenue sol otoñal de Bow Street calentaba sus huesos británicos en medio de una veintena de banderitas chilenas, mantas de Doñihue, sombreritos de huaso y afiches con la foto del Tata en tecnicolor. Después de todo, me pareció oírle decir, Londres siempre vale la pena en Septiembre.
Yo tenía unos cinco años la primera vez que la Gringa regresó de Estados Unidos y tuve el honor de integrar la comitiva de recepción; recuerdo con claridad a mi padre enfundado en su terno de las grandes ocasiones, mi madre de guantes y sombrero y mi hermano y yo, peinados a la gomina e incómodamente decorados con una pajarita de seda carmesí.
La Gringa descendió del avión encaramada en unos interminables tacones de charol rojo que proporcionaban tintes sangrientos a sus pies alabastrinos. El mismísimo piloto la escoltó hasta donde la aguardaba su afortunada familia nortina, lamentando a ojos vista la ausencia de una capa que impidiera a esos lindos piececitos pisar tan bastardo suelo. La piel de la Gringa, blanca y sonrosada, parecía relucir enmarcada por otro de aquellos vestidos de color pastel que coleccionaba por docenas y la larga cabellera crespa era un nido de serpientes amarillas apenas atrapadas por su sombrero florido.
Ella aceptó su adoración como si se tratara de uno más de los pequeños inconvenientes que la belleza endilga a las gentiles damiselas que la padecen y se nos echó encima a punta de besos y abrazos que imprimieron corazones de lápiz labial en nuestras frentes infantiles. Una nube de perfume francés nos arrebató el sentido común y el aburrimiento como por arte de magia; regresamos a casa en un taxi que tenía el baúl rebosante de maletas, paquetes y bolsos.
- Dejen tranquila a la pobre Millicent.- Decía mamá.
Pero dejar tranquila a la prima Millicent era lo último que queríamos. Olía tan deliciosamente la Gringa; a algodón de azúcar, cuero flamante y botones de rosa, a seda de la China y especias de Madagascar. Nosotros queríamos absorberlo todo: el oro delicado de sus pecas, el piquet almidonado de su chaqueta, la albura primigenia de sus guantes y la cremosa frescura de sus aros de perlas. La Gringa estaba en su salsa, los admiradores, cualquiera fuese su edad, eran su especialidad.
- No te preocupes, tía Silvia, si son tan amorosos.- Y su risa volaba por el aire con reminiscencias de plata y cristal, deleitando nuestros oídos.
Cuando llegamos a casa asaltamos su maleta con el ansia que sólo dos hermanos de cinco y cuatro años pueden hacerlo. Mi madre se extasiaba con la infinita variedad de poleras y pantaloncillos cortos que la Gringa nos trajese de Miami; Peter y yo abrazábamos con ansias el avión de pasajeros y el gran tren a cuerda de relucientes colores con que la prima Millicent acababa de comprar nuestra lealtad eterna y le dábamos el bajo a cuanto chocolate cayese en nuestras manos. La Gringa pasó la tarde probándose sus nuevos vestidos y modelando para nosotros la última moda de Londres y New York, desfilando por el medio del salón con porte de reina y sandalias de tiritas multicolores. La familia entera caía rendida a sus pies cada vez que la Gringa giraba arremolinando los infinitos pliegues de encaje de su enagua can-can.
Poco antes de marcharse, la Gringa nos invitó a conocer el Club de Yates.
- No hay mejor lugar para nadar.- Nos aseguró.
Y cuando nosotros estuvimos listos con nuestras tenidas de verano, la Gringa apareció ataviada con una blusa de escote histórico y un minúsculo y atrevido short color verdemar; le dernier cri en Miami Beach, nos aseguró atando las cintas del sombrero bajo su barbilla de porcelana, bien empinada en sus sandalias doradas.
Caminamos lentamente bajo la abrasadora luz de enero por la calle principal, hasta llegar a la plaza. El sol achicharraba las baldosas desteñidas por la sal y las bouganvillias gritaban su esplendor descolgándose de las jardineras; media docena de jotes dormía la siesta encaramada en las copas de las palmeras sedientas. La prima Millicent atravesaba lentamente la plaza, que se despabilaba estupefacta de su modorra para disfrutar el meneo de sirena de sus caderas y la música incitante de sus tacones sobre las losas. Los taxistas que se aburrían en espera de que la ciudad despertara de la siesta giraron en ciento ochenta grados, marionetas de carne y hueso jaladas por una mano invisible; dos jubilados, que aburridos chismorreaban a la sombra de la glorieta, enmudecieron como la imagen repentinamente congelada por una máquina fotográfica de cajón y el lustrabotas inválido quedó con la lengua suspendida en el aire mientras el barquillo de helado que tenía en su mano derecha se derretía lentamente sobre sus rodillas. Peter y yo, apabullados, íbamos tras los pasos de esa diosa mítica, desmesurada y felina, de caderas cimbrantes como puente en el vacío. Su voz nos llegaba desde el inalcanzable Olimpo de sus ciento setenta y cinco centímetros de carne tersa y rozagante y cuando alzábamos los ojos deslumbrados caíamos extasiados ante la nariz perlada de diminutas gotas de sudor y la piel perfumada de nardos y rosas.
La Gringa continuó su camino exhibiendo sus veinticinco años de curvas sonrosadas; nosotros, tratando ingenuamente de pasar inadvertidos a los ojos asombrados que escoltaron nuestro recorrido. No hubo hombre que no se diese vuelta a mirarla con la boca abierta; la prima Millicent sonreía dichosa y seguía su paseo triunfal; pisoteando sin piedad el ego de las mujeres escandalizadas por su pantaloncillo y el reguero de baba que dejaban los hombres, sin reparar siquiera en los comentarios levantados por su paseo.
Casi entrando en el puerto, un vehículo naval frenó violentamente para cedernos el paso, tras él, un chirrido de frenos delató la presencia de otro que había estado a punto de incrustársele en el parachoques trasero. Cruzamos la calle entre un coro de silbidos y piropos que hubieran dejado apabullada hasta a la Sarita Montiel; la Gringa como si nada; los suspiros resbalaban sobre ella en tanto continuábamos nuestro recorrido por el malecón.
La sede del Club de Yates emergía pacíficamente sobre la bahía cuando llegamos al embarcadero. La nuestra era una ciudad de tercera categoría; una media docena de embarcaciones languidecía, a lo más, en la aburrida faena de cargar salitre y los tres yates del club dormitaban su siesta eterna amarrados de los pilotes oxidados. La Gringa se plantó en el muelle y agitó su pañuelo multicolor. No habían pasado dos segundos y ya el bote que se encargaba de trasladar a los socios hasta la casa flotante había soltado sus amarras para venir a nuestro encuentro. Gómez, un campeón de natación retirado que fungía de cuidador, remaba orgullosamente exhibiendo los bíceps tostados por el sol tropical y una sonrisa de anuncio comercial. El suave vientecillo de la tarde venía desde mar adentro rizando la superficie esmeralda de las aguas y refrescando nuestra piel castigada por el sol. Pocos minutos después, el bote de Gómez atracaba ante la escalerilla.
- Buenas tardes, señorita.- Dijo Gómez.- En qué puedo servirla.
- Lléveme al Club.- Ordenó la gringa metiéndose en el bote como una maharani en su propio palanquín. Nosotros la seguimos como una sombra.
- Pero, ¿ es usted socia, señorita? - preguntó Gómez con pesarosa amabilidad.
-¿Socia, yo? ¿Acaso no sabe usted que está hablando con Millicent McIntosh? - Repuso ella con indignación. - ¡Mi tío fundó este Club! ¡Habráse visto insolencia!
Y poniendo de esta manera a Gómez en su lugar se sentó con aires de reina ofendida y no volvió a dirigirle la palabra hasta que éste la dejó ante la plataforma del club. Entonces, con gentil displicencia, extendió su mano para que alguno de los socios la ayudase a bajar y alargó el metro y veinte de su pierna derecha dejando boquiabierto a todo el público masculino. Media docena de caballeros se atropelló para acudir en su auxilio y la escoltó por el club mostrándole todos sus rincones; los yates y sus velámenes, los salvavidas, la yola con que ganaran el campeonato de remo del año 48 y el mesón cubierto de delicias que aguardaba la hora del té. Dimos nuestra vuelta olímpica entre las miradas furibundas de algunas damas devoradas por la envidia, que afilaban sus uñas a la espera de volver a encontrarse cara a cara con sus mariditos en la soledad de sus hogares.
No hubo caballero que no estuviese de acuerdo con la filosofía de la prima Millicent: ¡Qué honor, recibir a la sobrina del augusto fundador! ¡Qué suerte, contar con tan encantadora visita! ¡Lástima grande que no los hubiese visitado antes!
La prima Millicent les concedía el privilegio de atenderla mientras les ponía al tanto de la triste muerte del tío Edward -hermano mayor de nuestros padres- en la primera guerra mundial; motivo, evidentemente, de su prolongada ausencia. Los socios manifestaban aparatosamente su pesar por los hechos ocurridos apenas cuarenta años atrás y hacían planes para gestionar el reemplazo del inestimable fundador por su adorable sobrina en cuánto ella lo considerase conveniente. Mi hermano y yo, olvidados en un rincón, nos atiborrábamos con las fuentes de pastelillos y canapés que languidecían olvidados sobre la mesa.
El inolvidable paseo al Club cerró gloriosamente su gira por las tierras ancestrales. A la Gringa no se la veía muy a menudo. Entre que partía para New York o regresaba de Europa coincidimos un verano en la casa de sus padres; un hermoso chalet inglés sito a la entrada de Agua Santa que el tío Charlie comprase cuando dejó el trabajo en las salitreras. Mi hermano y yo comprobamos con tristeza que ya no resultábamos parte indispensable de su cortejo; la prima Millicent pasaba ahora gran parte del día ante el espejo para estar en condiciones de recibir a su flamante novio; el gerente inglés de la Colgate que se apeaba de su Oldsmobile último modelo para agredirnos con su metro noventa de músculos coronados por una cabeza de dios griego de rubios cabellos. A veces nos llevaban a pasear por la Avenida Perú y Millicent se colgaba coquetamente del brazo de Graham para disfrutar con las miradas envidiosas de cuánta fémina se cruzase con ellos.
Contra todo lo esperado, el romance no prosperó. Graham regresó a Inglaterra y al poco tiempo la Gringa lo reemplazó con otro inglés que agregaba a su curriculum su eficiencia en besar el suelo que ella pisaba. Alto, buenmozo, pero algo desgarbado, Alistair era un intelectual amante de la vida al aire libre y las excursiones. La Gringa solía quejarse amargamente de su manía de recorrer el litoral o agotarse escalando la cordillera; actividades ambas que, por desgracia, solían efectuarse sin público alguno que apreciase el tremendo esfuerzo que ella desplegaba para seguir las zancadas de setenta centímetros de su ferviente enamorado. Además, era un hecho que la prima Millicent no había nacido para las zapatillas de lona y los pantalones; lo suyo, bien lo sabíamos nosotros, estaba en los trajes de shantung y las sandalias de cuero italiano. Nada de morrales mientras existiesen las carteras, las pulseras de oro y los collares de perlas.
Hombre perceptivo, al fin, Alistair terminó por notar lo muy abajo que figuraba en las expectativas de nuestra prima y se adaptó durante un buen tiempo a las chaquetas de buen corte, las corbatas de seda y los cócteles en el casino. La Gringa trató incluso de enseñarle bridge, pero él prefería adorarla desde lejos mientras ella jugaba sus triunfos sin dignarse mirarlo. Pero Alistair no se resignaba a olvidar sus antiguos placeres y muy a menudo prefería esconderse en el escritorio del tío Charlie para hojear viejos libros sobre exploradores y aventureros con una mirada de nostalgia. Comprendimos que estaba perdido el día que apareció a buscarla para una excursión por La Campana; la Gringa lo miró fríamente y le dijo sin asomo de compasión:
- Lo siento, Alistair, hoy juego canasta donde la Bonny Rawlings.
Y se pasó la tarde pintándose las uñas y mordisqueando los chocolates suizos que un ingeniero norteamericano le había traído en su última pasada por Viña del Mar.
Después de la muerte del tío Charlie, las relaciones entre nuestras familias se enfriaron ostensiblemente. De vez en cuando sabíamos, por otros parientes, que la Gringa se había ido definitivamente a New York, donde trabajaba como secretaria del embajador argentino ganando un sueldazo que le permitía vacaciones en Europa todos los veranos. Más o menos cada dos años, anunciaba matrimonio con algún anglosajón de billetera bien provista, pero por una u otra razón dichos noviazgos se iban apagando hasta deshacerse del todo, a pesar de que la prima Millicent seguía tan deslumbrante y exótica como a los veinte.
Después de años de distanciamiento, la volví a ver cuando ya había doblado la trágica cifra del medio siglo; no puedo negarlo, la Gringa se veía exactamente igual que antes: estupenda, elegante, segura de sí, avasalladora y regia. Lo único malo es que seguía hablando hasta por los codos, tal y como lo hacía cuando yo tenía cinco años. De alguna manera supo que yo trabajaba en una compañía norteamericana y de vez en cuando aparecía buscando a su primito y ponía la oficina de cabeza hasta dar conmigo. Se había jubilado prematuramente a causa de la vejez de su madre y vivía de las rentas proporcionadas por un par de departamentos comprados con el dinero que le quedó después de dar la vuelta al mundo. Al menos, la plata le alcanzaba justo para viajar cada seis meses al país del norte, requisito esencial para no perder la ciudadanía; pero la Gringa penaba por Europa, que se le había puesto tan inalcanzable después de que el dólar se arrancase hasta las nubes el año 82.
Y no volví a verla hasta que a los españoles se les ocurrió poner orden de detención sobre el general y a la televisión le dio por volverse loca mostrando las manifestaciones a favor del susodicho; yo solía entretenerme viendo, entre una que otra gorda de población, a las viejas estiradas que les pagaban el pasaje. Free, free, free Pinochet, gritaban las manifestantes y los bobbies miraban para otro lado con cara de aburridos mientras los periodistas enviados por la tevé nacional chapurreaban preguntas básicas en su inglés de colegiales y asustaban a los espectadores augurando las penas del infierno si el caballero tenía la ocurrencia de despacharse en el extranjero.
Y en eso, en medio de un travelling sobre los rostros vociferantes de las dulces ancianitas, la cámara resbaló distraídamente sobre las facciones de la prima Millicent y, con el favor de Dios y la televisión satelital, su imagen apareció en medio de mi dormitorio a eso de las once con treinta ante meridiano de un día soleado de setiembre.
La prima Millicent se había quedado algo a trasmano; después de todo, pensé, esas ordinarieces no iban para nada con su carácter, por muy derechista que fuera. Por primera vez en mi vida tenía la ocasión de ver a la Gringa tratando de pasar inadvertida; el tenue sol otoñal de Bow Street calentaba sus huesos británicos en medio de una veintena de banderitas chilenas, mantas de Doñihue, sombreritos de huaso y afiches con la foto del Tata en tecnicolor. Después de todo, me pareció oírle decir, Londres siempre vale la pena en Septiembre.
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