martes, 25 de marzo de 2008

La Gringa en 525 líneas


La Gringa siempre tuvo todos los atributos para ser la prima mayor favorita de cualquier niño. Deslumbrante, exótica y coqueta; narradora infatigable de las más insólitas historias, viajera sempiterna que en las ocasiones más inesperadas arribaba al aeropuerto cargada de regalos y sonrisas, desde cualquier punto del globo.
Yo tenía unos cinco años la primera vez que la Gringa regresó de Estados Unidos y tuve el honor de integrar la comitiva de recepción; recuerdo con claridad a mi padre enfundado en su terno de las grandes ocasiones, mi madre de guantes y sombrero y mi hermano y yo, peinados a la gomina e incómodamente decorados con una pajarita de seda carmesí.
La Gringa descendió del avión encaramada en unos interminables tacones de charol rojo que proporcionaban tintes sangrientos a sus pies alabastrinos. El mismísimo piloto la escoltó hasta donde la aguardaba su afortunada familia nortina, lamentando a ojos vista la ausencia de una capa que impidiera a esos lindos piececitos pisar tan bastardo suelo. La piel de la Gringa, blanca y sonrosada, parecía relucir enmarcada por otro de aquellos vestidos de color pastel que coleccionaba por docenas y la larga cabellera crespa era un nido de serpientes amarillas apenas atrapadas por su sombrero florido.
Ella aceptó su adoración como si se tratara de uno más de los pequeños inconvenientes que la belleza endilga a las gentiles damiselas que la padecen y se nos echó encima a punta de besos y abrazos que imprimieron corazones de lápiz labial en nuestras frentes infantiles. Una nube de perfume francés nos arrebató el sentido común y el aburrimiento como por arte de magia; regresamos a casa en un taxi que tenía el baúl rebosante de maletas, paquetes y bolsos.
- Dejen tranquila a la pobre Millicent.- Decía mamá.
Pero dejar tranquila a la prima Millicent era lo último que queríamos. Olía tan deliciosamente la Gringa; a algodón de azúcar, cuero flamante y botones de rosa, a seda de la China y especias de Madagascar. Nosotros queríamos absorberlo todo: el oro delicado de sus pecas, el piquet almidonado de su chaqueta, la albura primigenia de sus guantes y la cremosa frescura de sus aros de perlas. La Gringa estaba en su salsa, los admiradores, cualquiera fuese su edad, eran su especialidad.
- No te preocupes, tía Silvia, si son tan amorosos.- Y su risa volaba por el aire con reminiscencias de plata y cristal, deleitando nuestros oídos.
Cuando llegamos a casa asaltamos su maleta con el ansia que sólo dos hermanos de cinco y cuatro años pueden hacerlo. Mi madre se extasiaba con la infinita variedad de poleras y pantaloncillos cortos que la Gringa nos trajese de Miami; Peter y yo abrazábamos con ansias el avión de pasajeros y el gran tren a cuerda de relucientes colores con que la prima Millicent acababa de comprar nuestra lealtad eterna y le dábamos el bajo a cuanto chocolate cayese en nuestras manos. La Gringa pasó la tarde probándose sus nuevos vestidos y modelando para nosotros la última moda de Londres y New York, desfilando por el medio del salón con porte de reina y sandalias de tiritas multicolores. La familia entera caía rendida a sus pies cada vez que la Gringa giraba arremolinando los infinitos pliegues de encaje de su enagua can-can.
Poco antes de marcharse, la Gringa nos invitó a conocer el Club de Yates.
- No hay mejor lugar para nadar.- Nos aseguró.
Y cuando nosotros estuvimos listos con nuestras tenidas de verano, la Gringa apareció ataviada con una blusa de escote histórico y un minúsculo y atrevido short color verdemar; le dernier cri en Miami Beach, nos aseguró atando las cintas del sombrero bajo su barbilla de porcelana, bien empinada en sus sandalias doradas.
Caminamos lentamente bajo la abrasadora luz de enero por la calle principal, hasta llegar a la plaza. El sol achicharraba las baldosas desteñidas por la sal y las bouganvillias gritaban su esplendor descolgándose de las jardineras; media docena de jotes dormía la siesta encaramada en las copas de las palmeras sedientas. La prima Millicent atravesaba lentamente la plaza, que se despabilaba estupefacta de su modorra para disfrutar el meneo de sirena de sus caderas y la música incitante de sus tacones sobre las losas. Los taxistas que se aburrían en espera de que la ciudad despertara de la siesta giraron en ciento ochenta grados, marionetas de carne y hueso jaladas por una mano invisible; dos jubilados, que aburridos chismorreaban a la sombra de la glorieta, enmudecieron como la imagen repentinamente congelada por una máquina fotográfica de cajón y el lustrabotas inválido quedó con la lengua suspendida en el aire mientras el barquillo de helado que tenía en su mano derecha se derretía lentamente sobre sus rodillas. Peter y yo, apabullados, íbamos tras los pasos de esa diosa mítica, desmesurada y felina, de caderas cimbrantes como puente en el vacío. Su voz nos llegaba desde el inalcanzable Olimpo de sus ciento setenta y cinco centímetros de carne tersa y rozagante y cuando alzábamos los ojos deslumbrados caíamos extasiados ante la nariz perlada de diminutas gotas de sudor y la piel perfumada de nardos y rosas.
La Gringa continuó su camino exhibiendo sus veinticinco años de curvas sonrosadas; nosotros, tratando ingenuamente de pasar inadvertidos a los ojos asombrados que escoltaron nuestro recorrido. No hubo hombre que no se diese vuelta a mirarla con la boca abierta; la prima Millicent sonreía dichosa y seguía su paseo triunfal; pisoteando sin piedad el ego de las mujeres escandalizadas por su pantaloncillo y el reguero de baba que dejaban los hombres, sin reparar siquiera en los comentarios levantados por su paseo.
Casi entrando en el puerto, un vehículo naval frenó violentamente para cedernos el paso, tras él, un chirrido de frenos delató la presencia de otro que había estado a punto de incrustársele en el parachoques trasero. Cruzamos la calle entre un coro de silbidos y piropos que hubieran dejado apabullada hasta a la Sarita Montiel; la Gringa como si nada; los suspiros resbalaban sobre ella en tanto continuábamos nuestro recorrido por el malecón.
La sede del Club de Yates emergía pacíficamente sobre la bahía cuando llegamos al embarcadero. La nuestra era una ciudad de tercera categoría; una media docena de embarcaciones languidecía, a lo más, en la aburrida faena de cargar salitre y los tres yates del club dormitaban su siesta eterna amarrados de los pilotes oxidados. La Gringa se plantó en el muelle y agitó su pañuelo multicolor. No habían pasado dos segundos y ya el bote que se encargaba de trasladar a los socios hasta la casa flotante había soltado sus amarras para venir a nuestro encuentro. Gómez, un campeón de natación retirado que fungía de cuidador, remaba orgullosamente exhibiendo los bíceps tostados por el sol tropical y una sonrisa de anuncio comercial. El suave vientecillo de la tarde venía desde mar adentro rizando la superficie esmeralda de las aguas y refrescando nuestra piel castigada por el sol. Pocos minutos después, el bote de Gómez atracaba ante la escalerilla.
- Buenas tardes, señorita.- Dijo Gómez.- En qué puedo servirla.
- Lléveme al Club.- Ordenó la gringa metiéndose en el bote como una maharani en su propio palanquín. Nosotros la seguimos como una sombra.
- Pero, ¿ es usted socia, señorita? - preguntó Gómez con pesarosa amabilidad.
-¿Socia, yo? ¿Acaso no sabe usted que está hablando con Millicent McIntosh? - Repuso ella con indignación. - ¡Mi tío fundó este Club! ¡Habráse visto insolencia!
Y poniendo de esta manera a Gómez en su lugar se sentó con aires de reina ofendida y no volvió a dirigirle la palabra hasta que éste la dejó ante la plataforma del club. Entonces, con gentil displicencia, extendió su mano para que alguno de los socios la ayudase a bajar y alargó el metro y veinte de su pierna derecha dejando boquiabierto a todo el público masculino. Media docena de caballeros se atropelló para acudir en su auxilio y la escoltó por el club mostrándole todos sus rincones; los yates y sus velámenes, los salvavidas, la yola con que ganaran el campeonato de remo del año 48 y el mesón cubierto de delicias que aguardaba la hora del té. Dimos nuestra vuelta olímpica entre las miradas furibundas de algunas damas devoradas por la envidia, que afilaban sus uñas a la espera de volver a encontrarse cara a cara con sus mariditos en la soledad de sus hogares.
No hubo caballero que no estuviese de acuerdo con la filosofía de la prima Millicent: ¡Qué honor, recibir a la sobrina del augusto fundador! ¡Qué suerte, contar con tan encantadora visita! ¡Lástima grande que no los hubiese visitado antes!
La prima Millicent les concedía el privilegio de atenderla mientras les ponía al tanto de la triste muerte del tío Edward -hermano mayor de nuestros padres- en la primera guerra mundial; motivo, evidentemente, de su prolongada ausencia. Los socios manifestaban aparatosamente su pesar por los hechos ocurridos apenas cuarenta años atrás y hacían planes para gestionar el reemplazo del inestimable fundador por su adorable sobrina en cuánto ella lo considerase conveniente. Mi hermano y yo, olvidados en un rincón, nos atiborrábamos con las fuentes de pastelillos y canapés que languidecían olvidados sobre la mesa.
El inolvidable paseo al Club cerró gloriosamente su gira por las tierras ancestrales. A la Gringa no se la veía muy a menudo. Entre que partía para New York o regresaba de Europa coincidimos un verano en la casa de sus padres; un hermoso chalet inglés sito a la entrada de Agua Santa que el tío Charlie comprase cuando dejó el trabajo en las salitreras. Mi hermano y yo comprobamos con tristeza que ya no resultábamos parte indispensable de su cortejo; la prima Millicent pasaba ahora gran parte del día ante el espejo para estar en condiciones de recibir a su flamante novio; el gerente inglés de la Colgate que se apeaba de su Oldsmobile último modelo para agredirnos con su metro noventa de músculos coronados por una cabeza de dios griego de rubios cabellos. A veces nos llevaban a pasear por la Avenida Perú y Millicent se colgaba coquetamente del brazo de Graham para disfrutar con las miradas envidiosas de cuánta fémina se cruzase con ellos.
Contra todo lo esperado, el romance no prosperó. Graham regresó a Inglaterra y al poco tiempo la Gringa lo reemplazó con otro inglés que agregaba a su curriculum su eficiencia en besar el suelo que ella pisaba. Alto, buenmozo, pero algo desgarbado, Alistair era un intelectual amante de la vida al aire libre y las excursiones. La Gringa solía quejarse amargamente de su manía de recorrer el litoral o agotarse escalando la cordillera; actividades ambas que, por desgracia, solían efectuarse sin público alguno que apreciase el tremendo esfuerzo que ella desplegaba para seguir las zancadas de setenta centímetros de su ferviente enamorado. Además, era un hecho que la prima Millicent no había nacido para las zapatillas de lona y los pantalones; lo suyo, bien lo sabíamos nosotros, estaba en los trajes de shantung y las sandalias de cuero italiano. Nada de morrales mientras existiesen las carteras, las pulseras de oro y los collares de perlas.
Hombre perceptivo, al fin, Alistair terminó por notar lo muy abajo que figuraba en las expectativas de nuestra prima y se adaptó durante un buen tiempo a las chaquetas de buen corte, las corbatas de seda y los cócteles en el casino. La Gringa trató incluso de enseñarle bridge, pero él prefería adorarla desde lejos mientras ella jugaba sus triunfos sin dignarse mirarlo. Pero Alistair no se resignaba a olvidar sus antiguos placeres y muy a menudo prefería esconderse en el escritorio del tío Charlie para hojear viejos libros sobre exploradores y aventureros con una mirada de nostalgia. Comprendimos que estaba perdido el día que apareció a buscarla para una excursión por La Campana; la Gringa lo miró fríamente y le dijo sin asomo de compasión:
- Lo siento, Alistair, hoy juego canasta donde la Bonny Rawlings.
Y se pasó la tarde pintándose las uñas y mordisqueando los chocolates suizos que un ingeniero norteamericano le había traído en su última pasada por Viña del Mar.
Después de la muerte del tío Charlie, las relaciones entre nuestras familias se enfriaron ostensiblemente. De vez en cuando sabíamos, por otros parientes, que la Gringa se había ido definitivamente a New York, donde trabajaba como secretaria del embajador argentino ganando un sueldazo que le permitía vacaciones en Europa todos los veranos. Más o menos cada dos años, anunciaba matrimonio con algún anglosajón de billetera bien provista, pero por una u otra razón dichos noviazgos se iban apagando hasta deshacerse del todo, a pesar de que la prima Millicent seguía tan deslumbrante y exótica como a los veinte.
Después de años de distanciamiento, la volví a ver cuando ya había doblado la trágica cifra del medio siglo; no puedo negarlo, la Gringa se veía exactamente igual que antes: estupenda, elegante, segura de sí, avasalladora y regia. Lo único malo es que seguía hablando hasta por los codos, tal y como lo hacía cuando yo tenía cinco años. De alguna manera supo que yo trabajaba en una compañía norteamericana y de vez en cuando aparecía buscando a su primito y ponía la oficina de cabeza hasta dar conmigo. Se había jubilado prematuramente a causa de la vejez de su madre y vivía de las rentas proporcionadas por un par de departamentos comprados con el dinero que le quedó después de dar la vuelta al mundo. Al menos, la plata le alcanzaba justo para viajar cada seis meses al país del norte, requisito esencial para no perder la ciudadanía; pero la Gringa penaba por Europa, que se le había puesto tan inalcanzable después de que el dólar se arrancase hasta las nubes el año 82.
Y no volví a verla hasta que a los españoles se les ocurrió poner orden de detención sobre el general y a la televisión le dio por volverse loca mostrando las manifestaciones a favor del susodicho; yo solía entretenerme viendo, entre una que otra gorda de población, a las viejas estiradas que les pagaban el pasaje. Free, free, free Pinochet, gritaban las manifestantes y los bobbies miraban para otro lado con cara de aburridos mientras los periodistas enviados por la tevé nacional chapurreaban preguntas básicas en su inglés de colegiales y asustaban a los espectadores augurando las penas del infierno si el caballero tenía la ocurrencia de despacharse en el extranjero.
Y en eso, en medio de un travelling sobre los rostros vociferantes de las dulces ancianitas, la cámara resbaló distraídamente sobre las facciones de la prima Millicent y, con el favor de Dios y la televisión satelital, su imagen apareció en medio de mi dormitorio a eso de las once con treinta ante meridiano de un día soleado de setiembre.
La prima Millicent se había quedado algo a trasmano; después de todo, pensé, esas ordinarieces no iban para nada con su carácter, por muy derechista que fuera. Por primera vez en mi vida tenía la ocasión de ver a la Gringa tratando de pasar inadvertida; el tenue sol otoñal de Bow Street calentaba sus huesos británicos en medio de una veintena de banderitas chilenas, mantas de Doñihue, sombreritos de huaso y afiches con la foto del Tata en tecnicolor. Después de todo, me pareció oírle decir, Londres siempre vale la pena en Septiembre.

Elipsis


-Muerto el perro, se acabó la rabia.- Sentenció el teniente.
Haciendo gala de su agilidad, se encaramó en el cuerpo que tenía más cercano y fue de un lado a otro pisoteando los torsos ensangrentados, los brazos torcidos, las camisas agujereadas por los balazos. Los bototos del teniente se clavaron en las costillas de Uribe. Uribe dejó su cuerpo absolutamente lacio, como si colgara en el último vacío, y clavó los ojos yertos en la espalda perforada del Monito Lozano, tendido medio metro más allá, tratando de que su respiración fuera imperceptible.
-Tírenlos al mar.
Ninguna emoción en la voz. El teniente bajó de su improvisada tarima y arrastró los bototos sobre la tierra para limpiarles la suela. Los pelados habían empezado a tironear los cuerpos hacia la barranca, dejando profundos surcos impresos en el suelo. Aún desde su postura incómoda y retorcida, Uribe pudo notar que el hombre caído sobre su espalda emitía un débil estertor. El conscripto que en ese momento agarraba las piernas del agonizante hizo amago de detenerse, pero después de dudar un segundo, tiró de él. Con la nariz clavada en la tierra, más que oír, Uribe presintió la llegada del moribundo al borde, el último empujón y los tumbos del cuerpo en la ladera del cerro. Otros bultos chapoteaban en las olas. Aguzó el oído tratando de adivinar cuántos habrían caído.
Un tirón brutal de su brazo izquierdo lo puso en movimiento. Como monigote destartalado, Uribe reptó bajó el sol jalado por un conscripto anónimo. Uno, dos, tres, cuatro segundos. Aprovechaba los bandazos para respirar. Repentinamente, su brazo quedó libre y cayó como peso muerto; las aristas de una piedra lo hirieron en el codo. Con la mejilla ensangrentada por la aspereza del terreno, aguantó la respiración. A través del sol inclemente, percibió la humedad salobre proveniente de la playa. Ahora, el conscripto le encajaba las manos en las costillas, pero no podía moverlo.
-P'tas el huevón pesa'o.
Lo pateó hasta la orilla. Una cuchillada de luz le advirtió que estaba de cara al sol. Una patada más, otra. Resolana y sombra. La última lo empujó sobre la escarpa y mientras caía girando en el vacío, con la boca muda abierta a la nada, Uribe no pudo pensar en otra cosa que la espalda agujereada del Monito Lozano y la muerte que los aguardaba a ambos allá abajo, apenas a tres kilómetros de la carretera panamericana.

Cada vez que se encuentra con el secretario general, Uribe no puede sino sorprenderse por la vocecilla meliflua y feminoide que los años de bonanza han impreso en sus cuerdas vocales. Cuando lo mira de frente, le parece estar viendo el bigotazo que antes le decoraba el labio superior, sacrificado en aras de una hipotética imagen juvenil. ¿Qué edad tendrá el secretario, cincuenta y seis, cincuenta y ocho? Hace largo tiempo que sólo verlo le disgusta. "El seis de octubre se canoniza al beato José María" comenta el secretario general. Las palabras, como cancioncilla barata, se quedan pegadas en su cerebro por más que trate de erradicarlas. "El tour del beato José María..." Todos vamos a ser santos, porque si ese huevón puede ser santo, nosotros también. Poca gente en el ampliado. En posición preferencial, divisa a la cúpula partidaria y un puñado de pelagatos acosándoles con zalemas y sonrisas. "Se espera que llegue Su Excelencia"... Las mujeres se apuestan en la entrada como calcetineras a la caza de autógrafos. "Que llega Su Excelencia"; el secretario general del partido intercambia sonrisas con algunos parlamentarios, que se acaban de bajar de sus autos con chófer. "Estamos a la espera", se ufana el secretario general, pero claro, eso es exactamente lo mismo que se ha dicho durante los últimos tres años, veinticuatro horas antes de que la Secretaría General de Gobierno comunique a la prensa que Su Excelencia es el presidente de todos, servidor de la Patria y no de algún partido en particular.

Bajo su cuerpo, la superficie del mar se fractura con un restallido. Un metro, dos, tres. Ha olvidado cerrar la boca y el agua le entra a borbotones. Se ahoga. Reacciona, se hunde profundamente y la cierra por instinto. La temperatura más baja despierta las heridas. Todo su cuerpo arde y los ojos se le ciegan. Aguanta la respiración y la tos producida por la sal. Por sobre el bramido del oleaje, una veintena de trallazos rasga la superficie del mar. Las balas se entrecruzan a su alrededor. Seguramente notaron las burbujas producidas por el moribundo y ametrallan las olas. Más despierto que nunca, Uribe bucea hacia el sur sumergiéndose con rapidez.
Desesperado por la asfixia, sale a respirar escondido entre las rocas y las matas de huiro. Allá en la costa, los conscriptos se entretienen disparando a los jotes y las gaviotas que se abalanzan sobre los cuerpos que todavía flotan. Esconde la cabeza entre las algas. Está exhausto; nota que ha seguido respirando a medias para no ser percibido. "Qué idiota". Respira hondo, tragando agua, sal, mocos y sangre. Las ametralladoras callan; se escuchan algunos gritos ahogados por el viento, órdenes, el motor del camión se enciende. Mientras se aleja, los conscriptos entonan un canto con ritmo de marcha. Las primeras gaviotas, tímidas, regresan y practican picados sobre los cuerpos que van de un lado a otro encallándose en las rocas, derivando hacia las rompientes, paseando su indiferencia antes de hundirse del todo. Chillan, picotean. Los jotes graznan su derecho a pernada. El agua corre tibia por su cara. Comprende que está llorando.

Los ojos de Uribe se detienen en el presidente reelegido por consenso, de pie en la testera practicando sus mejores sonrisas para los chicos de la prensa. Alguien ha tenido el mal gusto de poner una grabación de la Internacional y el secretario general, descompuesto, emite agrias órdenes para que se le desconecte a la brevedad. La plana mayor del partido, toda ella extraída directamente de los cuadros selectos del exilio europeo, intercambia abrazos y sobadas de espalda. Se respira satisfacción. Ternos de casimir a la medida, camisas de popelina, inglesas o italianas. "Europa refina", piensa. Cuesta imaginar al presidente, treinta años menos, bluejeans desteñidos, chaleco chilote. ¿De dónde habrá sacado el Rolex que ojea cada cinco minutos? Un buen número de militantes sin importancia se arremolina a su alrededor para felicitarlo y reiterarle que nunca dejaron de creer en el triunfo. "Es el triunfo del consenso", una vez más, el manido discurso del diputado Elorriaga; como que respira más tranquilo el diputado, seguramente este triunfo le asegura el cupo parlamentario que su reciente desaparición de las pantallas televisivas había puesto en entredicho.

Vencidos en toda la línea. Derrotados, aplastados, pateados, eliminados. Amparado en la oscuridad, Uribe se arrastra hacia la playa y se agazapa en ella sin aliento. Su pierna ya no sangra, pero ha adquirido una incómoda condición de lastre. Tampoco puede mover el brazo derecho. Al ponerse de pie, descubre aterrorizado el crujido de la conchuela bajo sus pasos. Se detiene y se saca los zapatos empapados, los anuda entre sí y se los cuelga del cuello. Los caracoles muertos se le incrustan en los pies. "Padre nuestro", se escucha musitar, "que estás en los cielos...que estás en los cielos..." ¿y si Dios se diera cuenta de que ha olvidado el resto? El Monito Lozano, ¿se sabría el Padrenuestro? Tan católico el Monito, encomendándose a Dios delante del pelotón, cayendo de rodillas frente a los pelados, que lo miraban sin ver mientras apretaban el arma contra sus costillas y barrían el grupo como si se tratara de patitos de feria. Ni tan cuidadosos los milicos. "Todavía respiro, todavía camino. ¡Derrotado, pero no muerto, mierda, y con toda la rabia del mundo!"

El diputado Camacho, que intentó hasta último momento una candidatura alternativa a la presidencia del partido, ofrece su diestra al presidente reelecto. Sonrisa largamente ensayada, mirada ausente. "Logré mi cometido, expresa, la verdadera triunfadora es la democracia". Apenas el diputado se retira, el secretario general explica a la prensa que la democracia nunca ha estado en juego al interior del partido. "No hay que olvidar que nosotros luchamos para que el país pudiera elegir a sus representantes", remata frente a una muralla de micrófonos. Los cuadros juveniles ingresan en masa..."la alegría ya vieeene..." Desafinan. Uribe soporta a duras penas el aire enrarecido por el tabaco. "Café y galletas en la primera sala. Café y galletas..." Un tercio de la militancia se desplaza hacia allá. También a él lo seduce el aroma. No le vendría mal un café, siempre será más soportable que las imbecilidades del secretario general. Al otro lado de la sala, alcaldes de las comunas populares arrinconan al presidente reelecto para recordar con lujo de detalles su activa participación en la campaña. "Esta vez sí llegó Su Excelencia". Nerviosismo. Todas las miradas se dirigen a la entrada para observar la llegada del senador Machuca. Caluroso aplauso. El senador saluda con la izquierda en alto y casi al mismo tiempo rechaza un vaso plástico de café. "Cómo se les ocurre..." el secretario general exige una taza. "De té", acota el senador, palmoteando con su derecha el hombro del secretario general.

El sol cae de plano sobre la pampa. Los jotes sobrevuelan diez metros por encima de su cabeza. Quizás las gaviotas no dejaron suficiente. El Monito, por ejemplo, esmirriado y nervioso como era, poco puede haber aportado. Él mismo habría sido el primero en reírse de ello. El fuego que emana de la tierra resecó los zapatos, que se han apretado y le llagan los pies. La imagen del Monito, cayendo de rodillas con la boca abierta, viene y va en sucesivas oleadas. ¿Cuántos habrán sido, doce, quince? ¿Hubo alguna razón para que terminaran al pie de la barranca? "El Monito Lozano murió porque nos atrevimos a meter la mano en el bolsillo de los ricos". Aquí no corre la ley, ni siquiera la del Talión: siempre se paga con la cabeza. También Uribe cae de rodillas, las piedras se le clavan implacables. El llanto lo agarra de golpe y lo estremece una y otra vez, siempre en silencio. Se cubre la cara con las manos. "Tengo miedo, no puedo hacer ruido". Textiles: cincuenta muertos, pesqueras: quince, cervecerías unidas: dieciocho, universidades... "¿Cuántos Monitos habrán pagado con su vida estas últimas dos semanas?" No soporta el dolor en las rodillas, muerde el polvo; el llanto y la saliva dibujan un círculo debajo de sus ojos. Bando número treinta: las siguientes personas deben presentarse en la unidad militar más próxima a su domicilio...Uribe se muerde los labios hasta sentir el dulzor de la sangre. "Todos murieron porque nos atrevimos a meter la mano en el bolsillo de los ricos... pero no nos atrevimos a levantar un arma contra ellos."

El tercer discurso se estira insoportable al filo de los veinte minutos. ..."creceremos con igualdad..." Necesita aire ..."en el umbral del tercer milenio..." Un ligero alboroto en la puerta resucita la esperanza en la llegada de Su Excelencia; alguien ha divisado la escolta presidencial..."sin perder de vista los ideales de siempre." El senador Navarro hace su ingreso en la sala; por unos segundos, el orador titubea. Algunos, pocos, aplausos tentativos. "Las bases del partido han cumplido una vez más". Uribe se escurre hacia los jardines sin que nadie parezca notarlo. "Última vez que trabajo por estos huevones", se miente casi por costumbre. "Al menos, le cerramos la puerta al payaso de la derecha", se consuela. Reporteros aburridos rebotan de puntillas en la escalinata para combatir la helada de junio. Uribe atraviesa los jardines del viejo Congreso esquivando los charcos y sale a la calle, ignorado por los pacos que dormitan la guardia y la multitud de inmigrantes peruanos que se arracima a los pies de la Catedral. "¿...Y a nuestros payasos, qué...?" Se interpela rabioso. Uno que otro microbús vacío circula hacia Independencia por la calle Bandera.
Un par de cuadras más allá, apoyado en las rejas del Templo de Santo Domingo, el mendigo que exhibe los restos de su pie izquierdo lo espera con la mano ya extendida. Él saca una moneda del bolsillo, el viejo canturrea con voz monocorde:
-Traaatannndo de conseguir una moneda para pagar la hospedería.