Minutos previos a la medianoche del 31 de diciembre de 2000, después de verse obligado a reconocer que el mundo no llegaría a su fin, papá se acostó a esperar su muerte. Profundamente decepcionado, a partir de ese día desterró en un rincón de la biblioteca las profecías de Nostradamus y una serie de textos afines que repentinamente habían perdido su valor,
Pese a todo, las recidivas del instinto de supervivencia le jugaban a menudo, malas pasadas. Solían acarrearle de un matasano a otro con la perenne promesa de una buena micción matinal. Papá se echaba a morir pasadas las 21 horas y, para su decepción, despertaba temprano para luego dirigirse al baño y comprobar, en carne propia, que su próstata seguía allí incólume; no había esfuerzo alguno que la persuadiese de emitir algo más que unas pocas gotas turbias. Papá regresaba a la cama exasperado y sólo la promesa del desayuno era capaz de reconfortarlo. En algunas temporadas de desesperación intentó no darle a su organismo aquello que le daba problemas pero la amenaza de deshidratación y un repentino empeoramiento lo forzaron a desistir.
A lo largo de estos años papá ha muerto de todas las enfermedades posibles, de las cuales el cáncer y las cardiopatías han contado con su especial preferencia. Mientras mamá se afana en el jardín o pinta de magnolia crema las paredes de la sala de estar, papá sufre los estragos de latidos desbocados o escucha el cuchicheo clandestino de las células de su próstata, que se invitan a mutar malignamente sin consideración alguna por quien les ha prestado abrigo tan amablemente y por tanto tiempo.
Resulta contradictorio, pero a pesar de esperar la muerte con ahínco, papá se pavonea cada vez que sube un grado en la escala del tiempo. Los ochenta fueron recibidos con orgullo digno de mejores causas, pero sospecho que los noventa tirarían la casa por la ventana; después de todo, sólo le faltan seis.
De este sopor mortuorio, papá emerge a diario para demostrarle al mundo que los crucigramas no tienen secretos para él. Después de corregir los amagos de aficionada de mamá los acaba en segundos para regresar a su rutina depresiva. Aunque no lo reconozca, siempre lee la prensa de cabo a rabo y está totalmente al día de lo que ocurre en el mundo con la secreta esperanza de una buena pelea en defensa del General y sus adláteres. El hecho de que su ídolo sea hace largos años polvo y ceniza, no parece afectar su convicción de que sólo el extremo liberalismo salvará el mundo. Contradictorio para el hijo de una madre soltera que no llegó más allá de una jubilación de empleado fiscal.
Preocupada por el devenir de sus horas muertas, le invité repetidamente a explorar los secretos –si los tiene- del sudoku, pero papá rechazó la idea con indignación. Demasiado fácil, alguna vez lo probó y lo resolvió en segundos por lo que ha perdido todo interés en ellos. Me guardo bien de confesarle que pierdo mis horas muertas en la resolución de alguno más tozudo que de ordinario y que, definitivamente, algunos nunca se revelaron ante mí. ¡Qué pensaría papá!
Cuando aún era pequeña, papá solía llevarme en brazos hasta el taxi que nos llevaba al hospital de madrugada. Seguramente esperaba somnoliento y cansado en la sala de guardia mientras me aplicaban oxígeno y me inyectaban aminofilina. A mis quince años, papá bajó la larga escalera con tanta dificultad que no pude dejar de notarlo. Era indiscutible que pese al asma y los tratamientos naturistas, yo había crecido.
Asomada a la ventanilla abierta de par en par, el viaje al hospital se eternizó por mi nula capacidad de insuflar aire en mis pulmones. Mis privilegios de cliente frecuente permitieron que se me atendiese con rapidez y mientras aspiraba oxígeno suficiente para embriagar a cualquiera, medité sobre el asunto. No me sentía destinada a ser enferma y pasar el resto de mis noches ahogada sobre un almohadón húmedo me parecía una perspectiva muy poco atractiva. Aún no se qué fue lo que ayudó a decidirme, si los baños de piernas alternadamente helados o calientes o los monólogos con que papá intentaba convencerme de que la disnea era producto de mi debilidad mental, pero a partir de ese día rasguñé cuanto bolsillo tenía a mi alcance para pagarme el tedral o la prednisona que me permitirían llevar la vida de cualquier hijo de vecino. Papá y mamá, hartos de problema filiales, aceptaron sin cuestionamientos mi repentina mejoría, alternada por uno que otro episodio de pobreza absoluta que me remitía esa misma noche de regreso al hospital. Papá nunca quiso aceptar la idea de que la medicamentación previa resultaba vital para la prevención de la crisis asmática.
Ahora, ya decidido a morir y habiéndose despedido en varias ocasiones por vía telefónica o personal, papá insiste en sus viejas creencia y arrincona de vez en cuando sus medicamentos en el fondo de la mesilla de noche. Sólo la reaparición de los molestos síntomas de su prolongada agonía le obligan a retomarlos. Pocas cosas le han sido a papá más perjudiciales que las convicciones impuestas por el libro de terapias naturales de don Manuel Lezaeta Acharán con que atormentó mi niñez. El hecho de que mi asma continúe tan firme como entonces no logra convencerlo de la inutilidad de sus esfuerzos, aún así, papá descree firmemente de los beneficios de la alopatía.
Aprovechándose de mis temporadas de invalidez infantil, papá me leía los cuentos en que volcaba sus sufrimientos de marido ofendido. Yo me esforzaba por comprenderlo y reconocía en él a un creador de fuste, un talento extraviado en la medianía provinciana que alguna vez la fortuna debería por fuerza reconocer. Después de todo, ¿por qué no corresponder al entusiasmo conque papá celebró mis primeros adefesios poéticos al punto de agredir con su lectura al pobre Salvador Reyes? ¿Por qué no retribuír la lealtad de conservar mi primer cuento premiado por la Revista del Liceo de Niñas durante más de cuarenta años? Cuando papá se instaló a esperar la muerte volvió sus ojos a la literatura en uno de sus múltiples raptos de rebeldía y me dio a leer sus pinitos mientras esperaba, bien pegado a mí, la opinión de una lectora empedernida. Interesantísimo, reconocí, tienes una experiencia tremenda sobre el tema, no crees, sin embargo, que debieras agilizar el estilo, modernizarlo un poco, evitar descripciones. Y rematé con todas esas zarandajas que uno considera criteriosas. Esa misma tarde, papá abandonó la novela de sus años mozos por un diccionario sobre la mitología, imperdible apoyo para puzleros irredentos. Mi carrera como crítico literario había terminado.
Papá, que fuera un hombre guapo y ligeramente vanidoso, caballero que desperdiciaba fácilmente una hora en el cuarto de baño sumando duchas, abluciones, baños en agua de colonia y desodorantes varios, es hoy un anciano hermoso de cabello nevado, que se empecina en no ser comida de gusanos por intercesión del ayuno, gracias al cual se ve tan delgado como si ya estuviera envuelto en su sudario cuando se arrebuja en las cobijas intentando descifar las palabras que una sordera creciente le distorsiona. Últimamente, conocedora de sus vicios, le proporciono lectura. Las aventuras del guardiamarina Hornblower, héroe naval de papel que no le va en zaga a Horacio Nelson, han estremecido su corazón de viejo Hermano de la Costa. El hecho de que yo sólo comprase los dos primeros libros no le da consuelo y no pierde ocasión de lamentarse por la falta de los siguientes episodios y la precaria originalidad de nuestro medio librero. Mientras, espera ilusionado que alguno de sus conocidos se aventure en Buenos Aires por los pasillos de la Librería Atenea donde los descubrí. Cuando papá habla de jarcias, drizas y demases suelo recordar esa tarde cuando, olvidado de la amenaza asmática, me sacó a navegar en el Guaira. Recuerdo como si fuera hoy la repentina sensación de libertad del viento acariciando mi rostro y el suave murmullo del mar contra la quilla cuando el velero escoraba para agarrarse de la brisa.
Dado que el guardiamarina Hornblower nos niega su visita, nunca se qué regalarle a papá. Recordando sus viejas pasiones encontré para él Las Cartas de Jesús creyendo haber dado en el clavo. Una semana después de Navidad, papá me llama singularmente ofendido. Me reclama la boleta, si alguna vez la tuve, para cambiarlo por otro título que no ofenda sus creencias religiosas. Considerando que papá fue la persona que quiso hacer de mí fiel creyente en el Gran Arquitecto y que uno de sus amigos me recogió en su auto y me vendó los ojos para llevarme al lugar secreto donde sería iniciada en los misterios de los jóvenes masónicos, me siento relativamente agraviada, pero condesciendo, buscaré la boleta, miento. Otra pasada por la librería me hace emerger con una nueva dosis de su amado Deepak Chopra y, compadecida por los estragos que la vejez y la larga espera han infligido sobre papá, incluyo a Jeffrey Archer, que seguramente le proporcionará algo de humor por un par de horas. Como era de esperar, papá comienza por los trucos indios, porque solamente dos días después me llama emocionado.
Papá quiere saberlo todo de Jeffrey Archer. Qué cómo lo he descubierto, qué si lo había leído antes, qué otros títulos se pueden hallar en el mercado. Singular emoción le embarga al conocer las experiencias carcelarias del susodicho. Su carrera parlamentaria no le parece tan admirable; después de todo, a pesar de haber sido alguna vez un escasamente votado candidato a regidor por el Partido Radical -no precisamente aquel de la vertiente allendista-, papá tiene una pésima opinión de los integrantes de ambas cámaras, imagen forjada a base de la más preclara admiración por los miembros de la Junta que los reemplazaran sin grandes cuestionamientos.
De un tiempo a esta parte, papá se cree víctima del delirio, quién sabe qué será mañana, todo depende de su última lectura o de la programación de Discovery Health e Infinito. La multiplicidad de investigaciones científicas da pábulo para todo tipo de especulaciones de su parte y permiten que papá sufra de enfermedades que ni siquiera han tenido el privilegio de ser registradas por la ciencia médica, todas ellas mucho más atractivas que una vulgar hipertrofia prostática. Es de suponer que, cualquiera de ellas sea la que está sufriendo hoy, será Reginald, su wire hair regalón, quien se tumbará sobre sus piernas para ayudarlo a sentir.
Reggie, hijo de mi Georgina, lo adoptó el día que papá, desesperado por la falta de atención del mundo sobre sus problemas personales, decidió por primera y única vez, dormir en el sofá en vez de compartir lecho con su mujer de toda la vida, salvo excepciones inclasificables. Con su elección, Reggie dejó bien sentados su absoluto machismo y el sentido de la compasión que caracterizan a su raza. Fue una jugada maestra, la noche siguiente ya tenía asegurado, de por vida, su lugar a los pies de la cama matrimonial.
Mientras papá tiene la certeza de que el año 2012 y, tal como auguraron los mayas, Chile se convertirá en la salida al mar de Argentina, yo no se qué esperar del futuro. De tanto aguardar por la muerte de papá he llegado a pensar que ese día no llegará nunca. Seguramente él se las arreglará para retrasarlo con su diaria dosis de rosario y oraciones surtidas. Quién iba a pensarlo, especialmente una, que lo conoció en sus viejos tiempos, con la terrorífica correa en su mano derecha mientras nosotros, el semillerío de maldad, arrancábamos a lo que daban nuestros piernas. O encerrado en la sala con su grupo de leales a Capablanca, mientras el resto del mundo, viles mortales, nos desplazábamos en punta de pies para no perturbar sus jugadas maestras o, infantiles proscritos después de todo, reptábamos silenciosos para levantar una esquina del visillo que nos permitiera una vista del paraíso del ajedrecista fumador.
Hoy, perdido todo respeto, extraviados en su largo camino los privilegios de la juventud y la masculinidad, mamá y mi hermana menor lo retan como a un niño pequeño e intentan alimentarlo con papillas insaboras más apropiadas para un lactante. Sólo sus hijos hombres, reflejados en el futuro de su espejo, le conceden de vez en cuando el placer de una discusión como la gente, de una rabieta como se debe.
Yo hago como Piero, lo miro desde lejos y pienso si tendré la suerte de cerrarle los ojos y heredar su apolillada saga de Lanny Budd que siempre le envidié.
Pese a todo, las recidivas del instinto de supervivencia le jugaban a menudo, malas pasadas. Solían acarrearle de un matasano a otro con la perenne promesa de una buena micción matinal. Papá se echaba a morir pasadas las 21 horas y, para su decepción, despertaba temprano para luego dirigirse al baño y comprobar, en carne propia, que su próstata seguía allí incólume; no había esfuerzo alguno que la persuadiese de emitir algo más que unas pocas gotas turbias. Papá regresaba a la cama exasperado y sólo la promesa del desayuno era capaz de reconfortarlo. En algunas temporadas de desesperación intentó no darle a su organismo aquello que le daba problemas pero la amenaza de deshidratación y un repentino empeoramiento lo forzaron a desistir.
A lo largo de estos años papá ha muerto de todas las enfermedades posibles, de las cuales el cáncer y las cardiopatías han contado con su especial preferencia. Mientras mamá se afana en el jardín o pinta de magnolia crema las paredes de la sala de estar, papá sufre los estragos de latidos desbocados o escucha el cuchicheo clandestino de las células de su próstata, que se invitan a mutar malignamente sin consideración alguna por quien les ha prestado abrigo tan amablemente y por tanto tiempo.
Resulta contradictorio, pero a pesar de esperar la muerte con ahínco, papá se pavonea cada vez que sube un grado en la escala del tiempo. Los ochenta fueron recibidos con orgullo digno de mejores causas, pero sospecho que los noventa tirarían la casa por la ventana; después de todo, sólo le faltan seis.
De este sopor mortuorio, papá emerge a diario para demostrarle al mundo que los crucigramas no tienen secretos para él. Después de corregir los amagos de aficionada de mamá los acaba en segundos para regresar a su rutina depresiva. Aunque no lo reconozca, siempre lee la prensa de cabo a rabo y está totalmente al día de lo que ocurre en el mundo con la secreta esperanza de una buena pelea en defensa del General y sus adláteres. El hecho de que su ídolo sea hace largos años polvo y ceniza, no parece afectar su convicción de que sólo el extremo liberalismo salvará el mundo. Contradictorio para el hijo de una madre soltera que no llegó más allá de una jubilación de empleado fiscal.
Preocupada por el devenir de sus horas muertas, le invité repetidamente a explorar los secretos –si los tiene- del sudoku, pero papá rechazó la idea con indignación. Demasiado fácil, alguna vez lo probó y lo resolvió en segundos por lo que ha perdido todo interés en ellos. Me guardo bien de confesarle que pierdo mis horas muertas en la resolución de alguno más tozudo que de ordinario y que, definitivamente, algunos nunca se revelaron ante mí. ¡Qué pensaría papá!
Cuando aún era pequeña, papá solía llevarme en brazos hasta el taxi que nos llevaba al hospital de madrugada. Seguramente esperaba somnoliento y cansado en la sala de guardia mientras me aplicaban oxígeno y me inyectaban aminofilina. A mis quince años, papá bajó la larga escalera con tanta dificultad que no pude dejar de notarlo. Era indiscutible que pese al asma y los tratamientos naturistas, yo había crecido.
Asomada a la ventanilla abierta de par en par, el viaje al hospital se eternizó por mi nula capacidad de insuflar aire en mis pulmones. Mis privilegios de cliente frecuente permitieron que se me atendiese con rapidez y mientras aspiraba oxígeno suficiente para embriagar a cualquiera, medité sobre el asunto. No me sentía destinada a ser enferma y pasar el resto de mis noches ahogada sobre un almohadón húmedo me parecía una perspectiva muy poco atractiva. Aún no se qué fue lo que ayudó a decidirme, si los baños de piernas alternadamente helados o calientes o los monólogos con que papá intentaba convencerme de que la disnea era producto de mi debilidad mental, pero a partir de ese día rasguñé cuanto bolsillo tenía a mi alcance para pagarme el tedral o la prednisona que me permitirían llevar la vida de cualquier hijo de vecino. Papá y mamá, hartos de problema filiales, aceptaron sin cuestionamientos mi repentina mejoría, alternada por uno que otro episodio de pobreza absoluta que me remitía esa misma noche de regreso al hospital. Papá nunca quiso aceptar la idea de que la medicamentación previa resultaba vital para la prevención de la crisis asmática.
Ahora, ya decidido a morir y habiéndose despedido en varias ocasiones por vía telefónica o personal, papá insiste en sus viejas creencia y arrincona de vez en cuando sus medicamentos en el fondo de la mesilla de noche. Sólo la reaparición de los molestos síntomas de su prolongada agonía le obligan a retomarlos. Pocas cosas le han sido a papá más perjudiciales que las convicciones impuestas por el libro de terapias naturales de don Manuel Lezaeta Acharán con que atormentó mi niñez. El hecho de que mi asma continúe tan firme como entonces no logra convencerlo de la inutilidad de sus esfuerzos, aún así, papá descree firmemente de los beneficios de la alopatía.
Aprovechándose de mis temporadas de invalidez infantil, papá me leía los cuentos en que volcaba sus sufrimientos de marido ofendido. Yo me esforzaba por comprenderlo y reconocía en él a un creador de fuste, un talento extraviado en la medianía provinciana que alguna vez la fortuna debería por fuerza reconocer. Después de todo, ¿por qué no corresponder al entusiasmo conque papá celebró mis primeros adefesios poéticos al punto de agredir con su lectura al pobre Salvador Reyes? ¿Por qué no retribuír la lealtad de conservar mi primer cuento premiado por la Revista del Liceo de Niñas durante más de cuarenta años? Cuando papá se instaló a esperar la muerte volvió sus ojos a la literatura en uno de sus múltiples raptos de rebeldía y me dio a leer sus pinitos mientras esperaba, bien pegado a mí, la opinión de una lectora empedernida. Interesantísimo, reconocí, tienes una experiencia tremenda sobre el tema, no crees, sin embargo, que debieras agilizar el estilo, modernizarlo un poco, evitar descripciones. Y rematé con todas esas zarandajas que uno considera criteriosas. Esa misma tarde, papá abandonó la novela de sus años mozos por un diccionario sobre la mitología, imperdible apoyo para puzleros irredentos. Mi carrera como crítico literario había terminado.
Papá, que fuera un hombre guapo y ligeramente vanidoso, caballero que desperdiciaba fácilmente una hora en el cuarto de baño sumando duchas, abluciones, baños en agua de colonia y desodorantes varios, es hoy un anciano hermoso de cabello nevado, que se empecina en no ser comida de gusanos por intercesión del ayuno, gracias al cual se ve tan delgado como si ya estuviera envuelto en su sudario cuando se arrebuja en las cobijas intentando descifar las palabras que una sordera creciente le distorsiona. Últimamente, conocedora de sus vicios, le proporciono lectura. Las aventuras del guardiamarina Hornblower, héroe naval de papel que no le va en zaga a Horacio Nelson, han estremecido su corazón de viejo Hermano de la Costa. El hecho de que yo sólo comprase los dos primeros libros no le da consuelo y no pierde ocasión de lamentarse por la falta de los siguientes episodios y la precaria originalidad de nuestro medio librero. Mientras, espera ilusionado que alguno de sus conocidos se aventure en Buenos Aires por los pasillos de la Librería Atenea donde los descubrí. Cuando papá habla de jarcias, drizas y demases suelo recordar esa tarde cuando, olvidado de la amenaza asmática, me sacó a navegar en el Guaira. Recuerdo como si fuera hoy la repentina sensación de libertad del viento acariciando mi rostro y el suave murmullo del mar contra la quilla cuando el velero escoraba para agarrarse de la brisa.
Dado que el guardiamarina Hornblower nos niega su visita, nunca se qué regalarle a papá. Recordando sus viejas pasiones encontré para él Las Cartas de Jesús creyendo haber dado en el clavo. Una semana después de Navidad, papá me llama singularmente ofendido. Me reclama la boleta, si alguna vez la tuve, para cambiarlo por otro título que no ofenda sus creencias religiosas. Considerando que papá fue la persona que quiso hacer de mí fiel creyente en el Gran Arquitecto y que uno de sus amigos me recogió en su auto y me vendó los ojos para llevarme al lugar secreto donde sería iniciada en los misterios de los jóvenes masónicos, me siento relativamente agraviada, pero condesciendo, buscaré la boleta, miento. Otra pasada por la librería me hace emerger con una nueva dosis de su amado Deepak Chopra y, compadecida por los estragos que la vejez y la larga espera han infligido sobre papá, incluyo a Jeffrey Archer, que seguramente le proporcionará algo de humor por un par de horas. Como era de esperar, papá comienza por los trucos indios, porque solamente dos días después me llama emocionado.
Papá quiere saberlo todo de Jeffrey Archer. Qué cómo lo he descubierto, qué si lo había leído antes, qué otros títulos se pueden hallar en el mercado. Singular emoción le embarga al conocer las experiencias carcelarias del susodicho. Su carrera parlamentaria no le parece tan admirable; después de todo, a pesar de haber sido alguna vez un escasamente votado candidato a regidor por el Partido Radical -no precisamente aquel de la vertiente allendista-, papá tiene una pésima opinión de los integrantes de ambas cámaras, imagen forjada a base de la más preclara admiración por los miembros de la Junta que los reemplazaran sin grandes cuestionamientos.
De un tiempo a esta parte, papá se cree víctima del delirio, quién sabe qué será mañana, todo depende de su última lectura o de la programación de Discovery Health e Infinito. La multiplicidad de investigaciones científicas da pábulo para todo tipo de especulaciones de su parte y permiten que papá sufra de enfermedades que ni siquiera han tenido el privilegio de ser registradas por la ciencia médica, todas ellas mucho más atractivas que una vulgar hipertrofia prostática. Es de suponer que, cualquiera de ellas sea la que está sufriendo hoy, será Reginald, su wire hair regalón, quien se tumbará sobre sus piernas para ayudarlo a sentir.
Reggie, hijo de mi Georgina, lo adoptó el día que papá, desesperado por la falta de atención del mundo sobre sus problemas personales, decidió por primera y única vez, dormir en el sofá en vez de compartir lecho con su mujer de toda la vida, salvo excepciones inclasificables. Con su elección, Reggie dejó bien sentados su absoluto machismo y el sentido de la compasión que caracterizan a su raza. Fue una jugada maestra, la noche siguiente ya tenía asegurado, de por vida, su lugar a los pies de la cama matrimonial.
Mientras papá tiene la certeza de que el año 2012 y, tal como auguraron los mayas, Chile se convertirá en la salida al mar de Argentina, yo no se qué esperar del futuro. De tanto aguardar por la muerte de papá he llegado a pensar que ese día no llegará nunca. Seguramente él se las arreglará para retrasarlo con su diaria dosis de rosario y oraciones surtidas. Quién iba a pensarlo, especialmente una, que lo conoció en sus viejos tiempos, con la terrorífica correa en su mano derecha mientras nosotros, el semillerío de maldad, arrancábamos a lo que daban nuestros piernas. O encerrado en la sala con su grupo de leales a Capablanca, mientras el resto del mundo, viles mortales, nos desplazábamos en punta de pies para no perturbar sus jugadas maestras o, infantiles proscritos después de todo, reptábamos silenciosos para levantar una esquina del visillo que nos permitiera una vista del paraíso del ajedrecista fumador.
Hoy, perdido todo respeto, extraviados en su largo camino los privilegios de la juventud y la masculinidad, mamá y mi hermana menor lo retan como a un niño pequeño e intentan alimentarlo con papillas insaboras más apropiadas para un lactante. Sólo sus hijos hombres, reflejados en el futuro de su espejo, le conceden de vez en cuando el placer de una discusión como la gente, de una rabieta como se debe.
Yo hago como Piero, lo miro desde lejos y pienso si tendré la suerte de cerrarle los ojos y heredar su apolillada saga de Lanny Budd que siempre le envidié.